IV

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ALEGRÍAS


Sin embargo, estas niñas habían llenado la casa de encantadores recuerdos.

A ciertas horas, la infancia brillaba en aquella clausura. Sonaba la hora del recreo: abríase una puerta y los pájaros decían: «¡Bueno, ya están aquí las niñas!». Una irrupción de juventud inundaba aquel jardín cortado por una cruz como una mortaja. Rostros radiantes, frentes blancas, ojos ingenuos llenos de alegre luz, auroras de toda especie esparcíanse por aquellas tinieblas. Después de los rezos, de las campanas, de los toques, de los clamores, de los oficios, estallaba de repente el ruido que hacían las niñas, ruido más dulce que el de las abejas. Abríase la colmena de la alegría, y cada una llevaba su miel. Jugaban, se llamaban, se agrupaban, corrían; bonitos dientes blancos charlaban en los rincones; los velos, desde lejos, vigilaban las risas, las sombras vigilaban los rayos, pero ¡qué importaba! Brillaban y reían. Aquellas cuatro lúgubres tapias tenían su minuto de alegría; y asistían, vagamente iluminadas por el reflejo de tanto placer, a ese susurro de enjambre. Era aquello como una lluvia de rosas en medio del luto. Las niñas alborotaban bajo la vista de las religiosas; la mirada de la impecabilidad no incomodaba a la inocencia. Gracias a estas niñas, entre tantas horas de austeridad, había también la hora del desahogo. Las pequeñas saltaban y las mayores bailaban. En aquel claustro, el juego estaba mezclado con el cielo; y no había nada más tierno ni más sublime que aquellas almas inocentes divirtiéndose. Homero hubiera reído allí con Perrault; había en aquel negro jardín juventud, salud, ruido, gritos, aturdimiento, placer, felicidad suficiente para desarrugar la frente de todas las abuelas, tanto de la epopeya como del cuento, tanto del trono como de la cabaña, desde Hécuba hasta la Mère-Grand.

En esta casa se han oído, más que en ninguna otra parte quizás, esas ocurrencias infantiles que tienen tanta gracia y que hacen reír y pensar. Entre aquellas cuatro fúnebres paredes decía una niña de cinco años en una ocasión:

—¡Madre! Una acaba de decirme que sólo tengo que quedarme aquí nueve años y diez meses. ¡Qué alegría!

Allí también se oyó este diálogo memorable:

—¿Por qué lloras, hija mía? —pregunta una madre vocal.

—He dicho a Alix que sabía la historia de Francia, y me ha dicho que no la sabía, y la sé —contesta la niña (de seis años).

—No. No la sabe —afirma Alix (de nueve años).

—¿Cómo es esto, hija mía? —inquiere la madre.

Alix aclara:

—Me ha dicho que abriera el libro al azar, que le hiciera una pregunta de esa página, y que me respondería.

—¿Y qué?

—No me ha contestado.

—Veamos. ¿Qué le has preguntado?

—He abierto el libro al azar, como ella decía, y le he hecho la primera pregunta que he encontrado.

—¿Y cuál era?

—Ésta: «¿Y entonces, qué sucedió?».

En otra ocasión se hizo allí esta observación profunda sobre una cotorra un poco golosa que pertenecía a una dama pensionista:

—¡Es encantadora! ¡Come la mantequilla de las tostadas como una persona!

Sobre una de las losas de aquel claustro se oyó esta confesión, escrita de antemano para no olvidarla, de una pecadora de siete años: «Padre, me acuso de haber sido avariciosa. Padre, me acuso de haber sido adúltera. Padre, me acuso de haber mirado a los hombres».

En uno de los bancos de césped de aquel jardín, improvisó una boca de rosa de seis años este cuento, escuchado por ojos azules de cuatro y cinco años: «Había tres pollitos que vivían en un país donde había muchas flores; cogieron las flores y se las metieron en el bolsillo. Y después cogieron las hojas y las pusieron en sus juguetes. Había un lobo en aquel país, y muchos bosques; y el lobo estaba en el bosque; y se comió a los pollitos».

Y este poema: «Sucedió que Polichinela dio un palo al gato. Y no le hizo bien, sino mal. Entonces una señora puso a Polichinela en la cárcel».

Allí dijo también una niña abandonada, recogida por el convento y educada por caridad, una frase tierna y dolorosa. Oía hablar a las demás de sus madres, y decía en un rincón:

—¡Mi madre no estaba allí cuando yo nací!

Había una tornera muy gruesa, que andaba siempre precipitada por los corredores con su manojo de llaves, y se llamaba sor Agathe. Las niñas mayores, por encima de los diez años, la llamaban Agathoclés.

El refectorio era una sala grande, rectangular, que sólo recibía la luz por un claustro de archivoltas al nivel del jardín; era oscuro y húmedo, y como decían las niñas, «estaba lleno de animales». Todos los sitios contiguos le suministraban su contingente de insectos; y cada uno de los cuatro ángulos había recibido, en el lenguaje de las educandas, un nombre particular y expresivo. Había el rincón de las Arañas, el rincón de las Orugas, el rincón de las Cucarachas, el rincón de los Grillos. El rincón de los Grillos estaba cerca de la cocina, y era el más buscado, porque allí hacía menos frío que en los demás. Del refectorio habían pasado los nombres al colegio, y servían para distinguir, como en el antiguo colegio de Mazarino, cuatro naciones. Cada educanda era una de estas cuatro naciones, según el rincón del refectorio en el que se sentaba para comer. Un día, el señor arzobispo, haciendo la visita pastoral, vio entrar en la clase por donde pasaba a una niña muy encarnada con hermosos cabellos rubios, y preguntó a una educanda, morena encantadora, de frescas mejillas que estaba a su lado:

—¿Quién es ésa?

—Es una araña, monseñor.

—¡Bah! ¿Y ésta?

—Es un grillo.

—¿Y aquélla?

—Es una oruga.

—¿De verdad? ¿Y vos?

—Yo soy una cucaracha, monseñor.

Cada casa tiene este género de particularidades.

A principios de este siglo, Écouen era uno de esos lugares graciosos y severos en que se desarrolla, en una sombra casi augusta, la infancia de las niñas. En Écouen, para tomar puesto en la procesión del Corpus, se establecían distinciones entre las vírgenes y las floristas. Había también «palios» e «incensarios»; aquéllas llevaban las cintas del palio y éstas incensaban el Santísimo Sacramento. Las flores correspondían de derecho a las floristas. Delante iban «cuatro vírgenes». En ese día tan festivo, por la mañana, no era raro oír preguntar en el dormitorio:

—¿Quién es la virgen?

La señora Campan cita estas palabras de una «pequeña» de siete años a una «mayor» de dieciséis que iría a la cabeza de la procesión, mientras que ella iría a la cola:

—Tú eres virgen; yo no lo soy.

Los Miserables II: CosetteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora