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AVENTURA QUE SERÍA IMPOSIBLE CON EL ALUMBRADO DE GAS


En ese momento un ruido sordo y cadencioso empezó a oírse a alguna distancia. Jean Valjean aventuró una mirada por fuera de la esquina de la calle. Siete u ocho soldados dispuestos en pelotón acababan de desembocar en la calle Polonceau. Veía brillar sus bayonetas que se dirigían hacia él.

Estos soldados, a cuya cabeza se distinguía la elevada estatura de Javert, avanzaban lentamente y con precaución. Se detenían frecuentemente. Era visible que exploraban todos los recodos de los muros y los huecos de las puertas y entradas.

Era, y aquí la conjetura no podía equivocarse, alguna patrulla que Javert había encontrado, y a la que había pedido auxilio.

Los dos acólitos de Javert iban a su lado.

Al paso que llevaban, y con las paradas que hacían, tenían que emplear un cuarto de hora antes de llegar al sitio donde se hallaba Jean Valjean. Fue aquél un momento terrible. Sólo algunos minutos separaban a Jean Valjean de aquel espantoso precipicio que se abría bajo sus pies por tercera vez. Y la prisión, ahora, significaría además perder a Cosette para siempre, es decir, una vida semejante al interior de una tumba.

No quedaba más que una posibilidad.

Jean Valjean tenía una particularidad: podía decirse que llevaba alforjas de dos capachos; en uno llevaba el pensamiento de un santo, en el otro la temible astucia de un presidiario; y buscaba en uno o en otro, según la ocasión.

Entre otros recursos, y gracias a sus repetidas evasiones del presidio de Tolón, poseía, según hemos dicho ya, el de ser un maestro consumado en el arte de elevarse sin escala, sin garfios, sólo con la fuerza muscular, apoyándose en la nuca, en los hombros, en las caderas y en las rodillas, y ayudándose con las más pequeñas desigualdades de la piedra, por el ángulo recto de una pared, hasta un sexto piso si hubiera necesidad; arte que ha hecho tan temible y tan célebre el ángulo del patio de la Conserjería de París, por donde hace una veintena de años escapó el condenado Battemolle.

Jean Valjean midió con la mirada la pared, por encima de la cual se veía el tilo. Tenía unos dieciocho pies de altura. El ángulo que formaba con la fachada del gran edificio estaba relleno, en la parte inferior, de una mampostería maciza de forma triangular, destinada probablemente a preservar aquel cómodo rincón de las paradas que en él pudieran hacer esos estercadores llamados transeúntes. Esta protección es muy usada en los rincones de París.

Este macizo tenía unos cinco pies de altura. Desde la cima del macizo, el espacio a franquear para llegar a lo alto del muro era de unos catorce pies.

El muro estaba coronado de una piedra lisa sin tejadillo.

La dificultad era Cosette. Cosette no sabía escalar una pared. ¿Abandonarla? Jean Valjean no pensaba siquiera en ello. Subir con ella era imposible. Todas las fuerzas de un hombre le son necesarias para estas extrañas ascensiones. El menor fardo desplazaría su centro de gravedad y lo precipitaría.

Necesitaba una cuerda. Jean Valjean no la tenía. ¿Dónde encontrar una cuerda, a medianoche, en la calle Polonceau? Ciertamente, si en aquel instante Jean Valjean hubiera poseído un reino lo habría dado por una cuerda.

Todas las situaciones extremas tienen sus relámpagos, que tan pronto nos ciegan como nos iluminan.

La mirada desesperada de Jean Valjean encontró el brazo del farol del callejón Genrot.

En aquella época no había aún alumbrado de gas en las calles de París. Al caer la noche se encendían faroles colocados de trecho en trecho, que se subían y bajaban por medio de una cuerda que atravesaba la calle de parte a parte, y que se ajustaba a la ranura de una palomilla. El torniquete en que se arrollaba esta cuerda estaba sujeto a la pared, debajo del farol, en un hueco con tapa de hierro, cuya llave tenía el farolero, y la cuerda estaba también protegida por un tubo de metal.

Jean Valjean, con la energía de una lucha suprema, atravesó la calle de un salto, hizo saltar la cerradura del cajoncito con la punta de la navaja y volvió enseguida adonde estaba Cosette. Ya tenía cuerda. Estos sombríos buscadores de expedientes hacen deprisa su tarea cuando luchan con la fatalidad.

Hemos explicado ya que los faroles no habían sido encendidos aquella noche. La linterna del callejón Genrot estaba pues apagada como las demás, y podía pasarse a su lado sin notar que no estaba en su lugar.

Pero la hora, el sitio, la oscuridad, el estado de Jean Valjean, sus gestos singulares, sus idas y venidas, todo esto empezaba a inquietar a Cosette. Otro niño habría lanzado ya grandes gritos. Ella se limitó a tirar a Jean Valjean de la falda de la levita. Oíase cada vez más claramente el ruido de la patrulla que se aproximaba.

—Padre —dijo en voz muy baja—, tengo miedo. ¿Quién viene?

—¡Chist! —respondió el desgraciado—. Es la Thénardier.

Cosette se estremeció.

Él añadió:

—No digas nada. Déjame obrar. Si gritas, si lloras, la Thénardier te cogerá. Viene por ti.

Entonces, sin precipitación, pero sin perder tiempo, con una precisión firme y breve, notable en semejante circunstancia, cuando la patrulla y Javert podían llegar de un momento a otro, se quitó la corbata, la pasó alrededor del cuerpo de Cosette por debajo de los brazos, teniendo cuidado de no lastimar a la pobre niña, ató la corbata a un extremo de la cuerda, haciendo el nudo que los marineros llaman nudo de golondrina, cogió el otro extremo con los dientes, se quitó los zapatos y las medias y los arrojó por encima de la tapia, subió al prisma de mampostería y empezó a elevarse por el ángulo de la tapia y de la fachada con la misma seguridad que si apoyase los pies en escalones. Aún no había transcurrido medio minuto cuando se hallaba de rodillas sobre la tapia.

Cosette le miraba con estupor, sin pronunciar una palabra. La orden de Jean Valjean y el nombre de la Thénardier la habían dejado helada.

De repente, oyó la voz de Jean Valjean que le decía:

—Arrímate a la pared.

Ella obedeció.

—No hables ni una palabra y no tengas miedo —continuó Jean Valjean.

Y ella sintió que se elevaba sobre el suelo.

Antes de que hubiera tenido tiempo de comprender lo que ocurría, estaba en lo alto de la fachada.

Jean Valjean la cogió, se la puso a cuestas, asiéndole sus dos manos con la izquierda, se echó boca abajo y se arrastró por lo alto de la pared hasta el ángulo rebajado. Como había adivinado, había allí un cobertizo cuyo tejado partía de lo alto del remate de madera y bajaba hasta cerca del suelo, por un plano suavemente inclinado, rozando el tilo.

Circunstancia feliz, pues la pared era mucho más alta del lado interior. Jean Valjean veía el suelo debajo de sí muy alejado.

Acababa de llegar al plano inclinado del techo, y aún no había abandonado lo alto de la pared, cuando un ruido violento le anunció la llegada de Javert y la patrulla. Oyose la voz de trueno de Javert:

—¡Registrad el callejón! La calle Droit-Mur está guardada y la calle Picpus también. ¡Respondo de que está en este callejón!

Los soldados se precipitaron en el callejón Genrot.

Jean Valjean se dejó resbalar a lo largo del tejado, y sosteniendo a Cosette, alcanzó el tilo y saltó al suelo. Cosette no había chistado, ya fuese por valor o por miedo. Tenía las manos un poco desolladas.

Los Miserables II: CosetteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora