III

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BAJO QUÉ CONDICIONES PUEDE RESPETARSE LOPASADO


El monaquismo tal como existía en España, y tal como existe en el Tíbet, es una especie de tisis para la civilización; detiene la vida. Despuebla, simplemente. Claustración es lo mismo que castración. Ha sido el azote de Europa. A este mal añádase la influencia ejercida frecuentemente sobre la conciencia, las vocaciones forzadas, el feudalismo apoyándose en el claustro, el mayorazgo encerrado en el claustro, el exceso de familia, las ferocidades de las que acabamos de hablar, los in-pace, las bocas cerradas, los cerebros tapiados y tantas desgraciadas inteligencias encerradas en la tumba de los votos eternos, y sometidas a la toma de hábito, entierro de las almas vivas. Sumad los suplicios individuales a la degradación nacional y temblaréis, cualesquiera que sean vuestras ideas, ante la capucha y el velo, dos sudarios de invención humana.

Y sin embargo, en algunos puntos, y en ciertos lugares, a despecho de la filosofía y del progreso, persiste el espíritu del claustro en mitad del siglo XIX, y asombra al mundo civilizado esa extraña recrudescencia ascética. La terquedad que manifiestan en perpetuarse las instituciones envejecidas se parece a la obstinación del perfume rancio que quisiera embalsamar nuestros cabellos; a la pretensión del pescado podrido que quisiera ocupar un buen lugar en la mesa; a la insistencia de las mantillas del niño que quisieran vestir al hombre y a la ternura de los cadáveres que volvieran para abrazar a los vivos.

«¡Ingratos! —dicen las mantillas—; os he protegido contra el mal tiempo. ¿Por qué no os servís de nosotras?». «Vengo del mar», dice el pescado. «He sido una rosa», dice el perfume. «Os he amado», dice el cadáver. «Os he civilizado», dice el convento.

A todo esto no hay más que una respuesta: En otros tiempos.

Pensar en la prolongación indefinida de las cosas difuntas, y en el gobierno de los hombres por embalsamamiento; restaurar los principios antiguos en mal estado; dorar de nuevo las urnas; blanquear los claustros; volver a bendecir los relicarios; reamueblar las supersticiones; alimentar el fanatismo; echar mano a los hisopos y a los sables; reconstituir el monaquismo y el militarismo; creer en la salvación de la sociedad mediante la multiplicación de los parásitos; imponer lo pasado a lo presente, son cosas muy extrañas. Y hay, sin embargo, teóricos que sostienen estas teorías. Estos teóricos, hombres de talento por otra parte, tienen un sistema muy sencillo, aplican al pasado un barniz que llaman orden social, derecho divino, moral, familia, respeto a los antepasados; antigua autoridad, tradición santa, legitimidad, religión; y van gritando: «¡Mirad!, tomad esto, hombres honrados». Esta lógica era conocida ya de los antiguos. Los arúspices la practicaban. Frotaban con greda blanca una ternera negra y decían: «Es blanca. Bos cretatus».

En cuanto a nosotros, respetamos ciertos puntos, y perdonamos en todo al pasado con tal de que consienta en estar muerto. Si quiere vivir, lo atacamos, y tratamos de matarlo.

Supersticiones, hipocresías, devoción fingida, prejuicios, estas larvas, por más larvas que sean, quieren vivir tenazmente, tienen uñas y dientes en su sombra, y es preciso destruirlas a tiempo, cuerpo a cuerpo, y hacerles la guerra sin tregua, porque una de las fatalidades de la humanidad es vivir condenada a la lucha eterna con fantasmas. La sombra es difícil de coger por el cuello y derribarla.

Un convento de Francia, en mitad del siglo XIX, es un colegio de búhos haciendo frente al día. Un claustro en flagrante delito de ascetismo en medio de la ciudad de 1789, de 1830 y de 1848; Roma viviendo dentro de París es un anacronismo. En tiempos normales, para disolver un anacronismo y desvanecerlo, no hay más que hacerle deletrear el año de una moneda. Pero no estamos en tiempos normales.

Luchemos.

Luchemos, pero distingamos. El carácter propio de la verdad consiste en no ser nunca extremado. ¿Qué necesidad hay de exagerar? Existen cosas que es preciso destruir, y hay cosas que es preciso simplemente eliminar y observar. El examen benevolente y grave, ¡qué fuerza tan inmensa! No acerquemos la llama donde sólo es preciso la luz.

Dado, pues, el siglo XIX, nos oponemos, en tesis general, en todos los pueblos, así en Asia como en Europa, en la India como en Turquía, a los claustros ascéticos. Decir convento es decir pantano. Su putrescibilidad es evidente, su estancación malsana, su fermentación enferma a los pueblos y los marchita; su multiplicación llega a ser plaga de Egipto. No podemos pensar sin estremecernos, en estos países en que los faquires, los bonzos, los santones, los calayeros, los morabitos, los talapuinos y los derviches pululan como gusanos.

Dicho esto, la cuestión religiosa subsiste. Esta cuestión tiene cierto aspecto misterioso, casi temible. Séanos permitido mirarlo de frente.

Los Miserables II: CosetteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora