VIII

32 2 0
                                    

LA FE, LA LEY


Todavía algunas palabras.

Culpamos a la Iglesia cuando está saturada de intrigas; despreciamos lo espiritual cuando se opone a lo temporal; pero honramos en todas partes al hombre que medita.

Saludamos al que se arrodilla.

Una fe para el hombre, esto es lo necesario. ¡Desgraciado aquel que no cree en nada!

El hombre no está desocupado cuando se extasía. Existe el trabajo visible y el trabajo invisible.

Contemplar es trabajar; pensar es hacer. Los brazos cruzados trabajan; las manos juntas, hacen. La mirada al cielo es una obra.

Tales permaneció inmóvil durante cuarenta años. Él fundó la filosofía.

Para nosotros, los cenobitas no son ociosos, los solitarios no son holgazanes.

Pensar en la sombra es una cosa grave.

Sin debilitar nada de lo que hemos dicho, creemos que un perpetuo recuerdo de la tumba conviene a los vivos. Sobre este punto, el sacerdote y el filósofo están de acuerdo. Es preciso morir. El abad de la Trapa da la réplica a Horacio.

Mezclar con la vida una cierta presencia del sepulcro es la ley del asceta. En este punto convergen ambos.

Existe el crecimiento material; nosotros lo deseamos; pero existe también la grandeza moral; la respetamos.

Los espíritus irreflexivos y precipitados dicen: «¿De qué sirven estas figuras inmóviles al lado del misterio? ¿Qué hacen?».

¡Ay!, en presencia de la oscuridad que nos rodea y que nos espera, no sabiendo lo que hará de nosotros la dispersión inmensa, nosotros respondemos: «No hay obra más sublime, quizá, que la que hacen estas almas». Y añadimos: «Tal vez no haya trabajo más útil».

Son necesarios los que oran siempre para aquellos que no oran nunca.

Para nosotros toda la cuestión está en la cantidad de pensamiento que se mezcla con la oración.

Leibnitz orando es grande; Voltaire adorando es magnífico. Deo erexit Voltaire.

Somos partidarios de la religión contra las religiones.

Somos de los que creen en la miseria de las oraciones y en lo sublime de la oración.

Por lo demás, en esta noche que atravesamos, instante que afortunadamente no imprimirá su sello al siglo XIX, en este momento en que tantos hombres tienen la frente humillada y el alma poco menos, entre tantos hombres que tienen por regla de moral el placer, y se cuidan únicamente de las cosas perecederas y deformes de la materia, el que se destierra del mundo nos parece venerable. El monasterio es una renuncia. El sacrificio que nos lleva al error no deja de ser sacrificio. Tomar por deber un error austero es una equivocación que respira grandeza.

El monasterio, considerado en sí mismo idealmente, y observado bajo todos sus aspectos para hacer un examen imparcial, el convento de monjas sobre todo, porque en nuestra sociedad es la mujer la que más sufre, y hay algo de protesta en este exilio en el claustro, el convento de monjas, decimos, tiene incontestablemente cierta majestad.

La vida del claustro, tan austera y tan monótona, según hemos hecho ver con algunas pinceladas, no es la vida, porque no es la libertad; ni es la tumba, porque no es la plenitud; es el lugar extraño desde donde se descubre, como desde lo alto de una montaña, a un lado el abismo en que vivimos, al otro, el abismo en el que caeremos; es el estrecho y brumoso límite que separa dos mundos, iluminado y oscurecido por los dos a la vez, el punto en que se confunden el rayo debilitado de la vida y el rayo sombrío de la muerte; es la penumbra de la tumba.

En cuanto a nosotros, que no creemos lo que estas mujeres creen, pero que vivimos con ellas por la fe, no hemos podido pensar nunca, sin cierto terror religioso y compasivo, sin cierta piedad envidiosa, en estas criaturas llenas de abnegación, temblorosas y confiadas, en estas almas humildes y sublimes que se atreven a vivir en la orilla misma del misterio, esperando entre el mundo que les está cerrado y el cielo que no les está aún abierto, volviendo el rostro a la claridad invisible, consolándose con la convicción de saber dónde está, aspirando al abismo y a lo desconocido, con la mirada fija en la oscuridad inmóvil, arrodilladas, extasiadas, contemplativas, temblorosas y casi arrebatadas a ciertas horas por el soplo profundo de la eternidad.

Los Miserables II: CosetteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora