Capítulo 44

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Al día siguiente, el sonido del teléfono de la habitación nos sacó del sueño. Tenía la cabeza recostada en su pecho, sus brazos rodeándome, y mis piernas entrelazadas con las suyas. Vi en su expresión que le parecía tan extraño como a mí recibir una llamada a través de ese medio. Nunca escuché ese teléfono sonar hasta ahora. Alastor tomó el objeto de la mesita de noche y lo acercó a su oído.

—¿Qué pasa? —preguntó. Luego me miró como disculpándose y negué con la cabeza—. Habla claro, Susana.

Apartó las sábanas de su cuerpo y se sentó al borde de la cama, dándome una vista completa de su espalda desnuda. Maravillada, observé cómo los músculos se marcaban con cada pequeño movimiento.

—Espera, repite lo que acabas de pronunciar.

De rodillas me acerqué por detrás, para tratar de escuchar lo que Susana le estaba diciendo.

—... entró... herido. —Eso fue todo lo que logré entender. Pero como si hubieran abierto una puerta directa al polo norte, un escalofrío recorrió mi espalda.

Alastor se volteó para mirarme, y en sus ojos destellaron tres segundos de preocupación.

—Susana, cálmate y responde: ¿quién resultó herido? Voy en camino. —Colgó, y mientras él sacaba un par de prendas limpias del armario, me levanté de un salto y me coloqué a su lado, buscando mis propias ropas. Entonces se detuvo para mirarme.

—Voy contigo —le aclaré antes de que pudiera interponerse en mi decisión—. Esto también me concierne.

Sus manos cubrieron mis hombros por completo cuando me volteó. Se inclinó hasta quedar a la altura de mis ojos y dijo:

—Nada de esto es tu culpa, ¿entendido? —Con eso, logró aumentar mi inquietud.

—De todas formas, iré. —Desvié la mirada de sus ojos hacia las prendas que seleccioné: el uniforme del trabajo.

—Lo había olvidado, tenía algo previsto para esta mañana —me informó. Luego, se apresuró para añadir—: Hablaremos de eso después.

Eso era lo que me gustaba de él, que pudiéramos sentarnos a conversar sobre las cosas, siempre cuidándome. Y, más que nada, que me permitiera tomar mis propias decisiones.

A pesar de su advertencia, me vestí con los pantalones beige y la camiseta polo azul oscuro. Ya no me quedaba ropa limpia, así que tendría que hacer una visita a la lavandería del hotel en algún momento del día.

Diez minutos después, salimos juntos de la suite. Al estar frente a las puertas del ascensor, pude notar cuánto le afectó lo que Susana le había dicho. Aunque intentaba aparentar calma, sus hombros caían, como si una pesada carga los hubiera abrumado, revelando la turbulencia de sus emociones.

Servicio de hotelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora