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Nadie jamás había conseguido burlar mi sistema.
En la sala de control, que ocupaba la mayor parte del espacio en la casa, observé con rabia la pantalla. Parpadeaba con un mensaje de alerta. Tal y como Fran mencionó, consiguieron entrar en el laboratorio. Mi red había sido hackeada por un puto «PixelNinja», y la intrusión me irritaba más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Con movimientos rápidos y precisos, tecleé comandos en la consola.
Hasta ahora, nadie había logrado superarme. En mis habilidades informáticas, siempre me mantenía invicto. Y continuaría siendo de ese modo.
Cada línea de código fue analizada y corregida, como si el sistema mismo fuera una extensión de mi cuerpo, obedeciendo mis órdenes. Un rastro de sonrisa sutil apareció en mi rostro cuando la red volvía a la normalidad, como si el intento de hackeo nunca hubiera sucedido.
Emití la orden de cerrar las puertas, y aunque existió otro intento de invasión, esta vez duró menos de ocho segundos. Me deshice del nuevo intruso aún más rápido que del anterior, casi tan veloz que su presencia en la red podría haber pasado desapercibida.
Sin embargo, justo cuando la satisfacción se afianzaba en mi expresión, un escalofrío recorrió mi espina dorsal. De repente, como si la misma realidad me jugara una cruel broma, la señal del lugar desapareció de mis monitores.
La habitación se sumió en el silencio.
Fruncí el ceño, mis ojos recorriendo la sala de control como si pudiera encontrar la respuesta en el aire. Los indicadores luminosos, que antes parpadeaban con información vital, ahora permanecían inertes. La conexión que tan orgullosamente había restaurado se desvaneció como humo entre mis dedos.
Mi rostro se tornó de incredulidad a furia en un instante. Algo más grande que una simple intrusión digital estaba en juego.
Me levanté de la silla con pasos apresurados, mientras mis ojos escrutaban los monitores en busca de cualquier pista.
—Perdimos contacto con la fuente —alguien precisó.
Eso no era posible, a menos que...
—Tienes una llamada. —Me acercaron el teléfono, y presioné el botón para contestar casi de inmediato.
—No debiste tocarla. —Su voz retumbó en el fondo de la bocina, pero la llamada se cortó antes de que pudiera abrir la boca siquiera.
La sensación de pérdida, mezclada con la ira que bullía en mi interior, me impulsó a tomar medidas drásticas.
—¡Traigan a ese hijo de puta ante mí! —rugí, señalando a mis seis hombres de confianza. Observaban la escena, atónitos y emocionados a la vez, ansiosos por la perspectiva de tomar acción, ya fuese mediante la tortura o simplemente movidos por la idea de rastrear una nueva presa. La frustración se reflejó en cada palabra.
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Servicio de hotel
RomanceSAMANTHA Decide emigrar de Latinoamérica a los Estados Unidos con la visa a punto de caducar y la necesidad de recurrir a documentos falsos para sobrevivir. Su destino la conduce a un sótano en condiciones desastrosas, ofreciéndole una bienvenida q...