Capítulo 42

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Una vez concluida una reunión que surgió temprano en la mañana en el restaurante del hotel y con una pareja interesada en llevar a cabo una exposición de herramientas de pesca en la sala de eventos más grande, Laurent entró con la clara expresión de querer hablarme. Designé a alguien del personal para que les diera un recorrido en el tiempo en que se marcharon, entonces Laurent se acercó. No tenía el mejor aspecto, y tampoco lo vi rondar en busca de huéspedes jóvenes y hermosas últimamente, ni me había perseguido para acompañarlo en sus aventuras. Casi no tuve noticias de él, lo que me hizo sentir el peso de la culpa por dejarlo de lado durante los últimos días.

—Sam está en la piscina —me informó, mirando hacia los paneles de cristal que apuntaban en esa misma dirección. No le hacía mucha gracia estar al tanto de ella, aunque tampoco se lo pedí—. Asegura que no te hará ningún daño.

—Ya lo discutimos. —Al detenerme a su lado le apreté un hombro, lo que hizo que volviera su atención a mí. La ira parecía agobiarlo hasta el punto en el que sus ojos lucían con bruma.

—Y todavía no entiendo por qué tienes que hacerlo. —Apretó los dientes—. Sabes que es peligroso.

—Es verdad —le dije con calma, y mis dedos soltaron su hombro.

—Entonces, ¿por qué? —reincidió en un tema que ya habíamos tocado hace algún tiempo, poco después de que Samantha recuperara la consciencia.

—Porque me importa. Sabes que no había sentido nada por nadie. Además, ¿no es lo que tú querías?

—Sí, hasta que descubrimos toda la mierda que va tras ella.

—Y piensas que debería huir. —Empecé a sonar molesto. No me gustaba el camino que estaba tomando la conversación, así que respiré hondo.

—Sé bien que no eres de esos. Tan solo digo que... —balbuceó mientras contemplaba el suelo a sus pies, luego tomó aire, como llenándose de valor y exclamó—: ¡No quiero que te conviertas en el mismo insensible que ni siquiera me hablaba!

Las mesas más cercanas dirigieron su atención hacia nosotros.

—Te preocupas demasiado —le dije apacible—. Estamos hablando ahora, ¿no es así?

—Eras un presumido, todavía lo eres. Además, papá no consentirá esto.

—No necesito de su aprobación —establecí en un susurro apremiante. Sabía que si supiera cuán involucrado estaba su padre en todo esto, cambiaría su perspectiva, pero aún no era el momento adecuado para decírselo. Habíamos acordado que sería mejor que lo descubriera por sí mismo.

—Tampoco se lo diré.

—Ahora cuento con lo que antes no tenía, y no me refiero al dinero. Ustedes me dieron un hogar, pero Samantha me devolvió el alma.

—Siempre pensé que mi presencia te molestaba, incluso ahora.

—Que no todo el tiempo disfrutara de tus pasatiempos, no quería decir que me desagrade tu compañía. También eres una parte vital para mí, de otro modo, ¿quién más me dará dolores de cabeza?

—¡Deja de parecer amable y de tratarme como si fuera un niño! —vociferó y se alejó con los puños apretados.

—¿Está todo bien? —preguntó Elena, la mesera, mientras contemplaba a los comensales más próximos. Todavía me observaban de reojo—. Es un crío, no le des tanta cuerda.

Me sentí incómodo y molesto al mismo tiempo. Primero, porque ella de pronto tenía la confianza para hablarme en español; segundo, observó el camino por el que Laurent se había marchado como si fuera un fastidio. No tenía por qué importarle, y con una mirada se lo hice saber. Ella inclinó la cabeza en señal de disculpa y se apresuró a volver a la cocina.

Salí del restaurante pensando que lo mejor era darle tiempo a Laurent para calmarse, y percibí la inquietud de Susana, quien, detrás del mostrador de recepción, acercó una mano a su boca, como si estuviera a punto de morderse las uñas. Sin embargo, se contuvo porque estaba atendiendo a una pareja de ancianos y debía dar una buena impresión. Después de unos minutos, sus ojos se desviaron. De las personas que tenía frente a ella, pasaron a mí, luego al par de botones que salieron corriendo del ascensor y se dirigieron hacia la puerta principal.

Afuera, el capitán, y quien aparentemente los había movilizado, se sorprendió al verme. Su reacción puso a casi todo su equipo en alerta, entorpeciendo su avance hacia la salida. La razón detrás de su comportamiento inusual se debía al hombre que se atrevió a agarrar el brazo de Samantha y tiró de ella, como si no representara nada.

Un arranque de ira me despojó de todo juicio mientras mis pasos me llevaban en esa dirección. Crucé la puerta; sin embargo, poco antes de alcanzarlo, alguien se interpuso en mi camino. Choqué contra un muro humano, uno que resultó ser lo suficientemente fuerte para contenerme.

—Alastor. —Era Laurent—. ¿Quién diablos permitió que ese imbécil se acercara al hotel?

Un botones y su capitán se aproximaron y arrastraron a Mateo.

—Sam, escucha. Juega contigo. ¡Terminará matándote! Su padre... ¡Por un demonio, suéltame!

Sus palabras me atravesaron como puñales ardientes. A lo largo de mi vida, escuché hablar tanto sobre mí que ya no había mucho que me afectara. Mi nombre y reputación fueron objeto de conversaciones, chismes y habladurías durante años. Pero en ese momento, al verla a ella, tan asustada y frágil, todos esos rumores y cotilleos quedaron en un segundo plano, eclipsados por la urgencia de protegerla. No pensé ni por un instante en lo absoluto y, con un movimiento decidido, aparté a Laurent de mi camino.

Avancé con un instinto hostil ardiendo en cada arteria, lo tomé por el cuello de la camiseta, arrancándolo de las manos de mis subalternos, y resultó tan enclenque entre mis dedos que ni siquiera consiguió frenarme hasta que su espalda golpeó la primera superficie que había detrás de sí.

—Tócala otra vez y te juro que el infierno se quedará corto para lo que te espera —rugí con una intensidad que retumbó en el aire, como un trueno presto a desencadenar la tormenta.

Tuve que sacudirlo con fuerza para arrancar su mirada de ella. En su rostro se reflejaba la total ignorancia de lo que significaba experimentar el auténtico miedo, la incapacidad de comprender la angustia que se siente al ver a una persona amada en peligro, y la desgarradora sensación de perderla para siempre. Él no sabía lo que era preocuparse por algo o alguien más que él mismo. En ese momento, la mirada que le dirigí era una mezcla de desprecio y advertencia.

—Presta atención. —Las palabras se deslizaron de mis labios, como dagas afiladas—. No quiero que la toques, ni siquiera que la mires, y toma nota. —Su espalda golpeó una vez más contra la carrocería. Mi promesa no sería un farol vacío—. Si vuelvo a verte por aquí, te aseguro que serás el único que lamentará haberse cruzado en mi camino. Mi paciencia tiene un límite, no quieras cruzar esa línea.


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