Capítulo 40

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Alastor solicitó que José y yo adelantáramos nuestro regreso al hotel, y cumplimos su petición sin demora. Un nuevo atisbo de inquietud se apoderó de mí cuando puse un pie en la suite y advertí cambios evidentes en el ambiente. Alguien había entrado, pero la pregunta que me atormentaba era si Danna estaba detrás de esa intervención.

Durante la última semana, una leve capa de polvo se había ido acumulando en los muebles, como el imponente mostrador de mármol negro en la cocina, la robusta mesa de centro en medio de los sofás de cuero en la sala de estar, y en el refinado escritorio de madera y hierro. Sin embargo, todo lucía impecable ahora.

Recorrí la habitación con la mirada, y me sumí en la fragancia de las sábanas recién planchadas y en la meticulosidad con la que habían sido tendidas sobre el colchón. Las toallas limpias reposaban prolijamente dobladas en el estante de cristal del baño, y en esta ocasión había dos batas colgadas. Mi maleta yacía en una ubicación diferente, cerca del armario, en lugar de junto a la puerta del baño, donde la dejé esta mañana. Estaba vacía. La empleada de limpieza que ingresó a realizar su labor debió trasladar mis pertenencias, pero, ¿a dónde?

Di media vuelta y dirigí una inspección hacia el armario situado junto a la cama de dos plazas. Consideré deslizar las puertas para examinar su contenido, pero me embargó un sentimiento de invasión de su espacio personal. A partir de ahora, era posible que ambos lo compartiésemos.

De todas formas, había noticias aún más impactantes que requerían mi atención, por ejemplo, el hecho de que Alastor volvió a pagar por nosotras, o la revelación de que tanto la CIA como peligrosos criminales nos pisaban los talones. Si bien podían saber que estábamos aquí, ¿se atreverían a entrar? No quería poner en peligro a nadie más.

Tampoco entendí cómo fue que llegamos a esto. Solo buscábamos un trabajo y una vida decente. Desde que desperté hace unos días, el miedo se había convertido en un cruel compañero.

Opté por tomar asiento en el borde de la cama, con un temor absurdo de arrugar las sábanas, y dejé caer la bolsa de compras a mis pies. Me pasé las manos por el rostro en un intento de aclarar mis pensamientos, pero mis palmas sudaban y no fue una sensación agradable. Además, a pesar de mis esfuerzos, los latidos frenéticos de mi corazón me dificultaban pensar con claridad, y se sumó un nuevo sonido que parecía provenir de la sala.

Me vi obligada a levantarme, arrastrando los pies con una sensación de aprensión.

Los ruidos llegaban del escritorio, y avancé con cautela.

Ante mí, la MacBook de Alastor estaba encendida, y su pantalla brillaba, proyectando su reflejo sobre el panel de cristal con vista al aparcamiento abarrotado del hotel y al inmenso océano. Las notificaciones siguieron llegando a través de ella, incrementando mi ansiedad con cada minuto que pasaba. El sonido se volvió más insoportable y tampoco mostraba señales de parar.

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