12 - Félix II

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Deshacerse de un sentimonstruo era un sentimiento extraño, pensó Félix. Era como tener una ventosa pegada a la frente, que tiraba de su mente hacia dondequiera que se encontrase la criatura, así que cuando desapareció y Félix dejó de ver el cuarto de su primo ante él, sintió una especie de retroceso que empujó su cabeza hacia atrás.

Se frotó los ojos. Tenía una leve migraña, producto, seguramente, de no estar acostumbrado a usar el miraculous. Pero no le importó mucho. Si seguía practicando diariamente, pronto llegaría a la Primera Evolución y no tendría que verse obligado a escapar de Chat Noir. Podría enfrentarse a él, si se daba la ocasión. La idea de bajarle los humos a ese gatito presuntuoso le resultaba extrañamente satisfactoria...

Como Adrien había deducido, Félix estaba en París, pero no en la mansión Agreste. Se encontraba en un pisito muy cerca del Louvre, uno que su padre había comprado justo antes de morir y que su madre no había tenido el coraje de vender. Había llegado esa misma mañana y se había encerrado desde entonces; sabía que si salía a la calle alguien acabaría reconociéndolo, debido a la condenada popularidad de su primo y debido a que, por la maldición, tenían la misma cara.

En aquel momento estaba espatarrado sobre la silla de un estudio vacío, con el traje violeta del pavo real ciñéndole el cuerpo. Llevaba un conjunto de frac y pantalón azul, un antifaz que resaltaba los destellos violeta en sus ojos y unos guantes blancos. Nada demasiado llamativo, en su opinión, pero de todas formas elegante, y eso lo complacía. Duusu le había dicho que el diseño del uniforme mágico respondía a la personalidad de su amo; en ese caso, su kwami había entendido a Félix a la perfección.

Pero Félix no pensaba en el traje en aquel momento. Pensaba en lo que Chat Noir acababa de revelarle: que el kwami de la destrucción no había destruido el miraculous del pavo real. Solo que eso no tenía sentido. Ningún sentido. Era una nota discordante dentro del complicado puzle que Félix estaba tratando de armar. Una incógnita más que sumar a las muchas que rodeaban la historia de Emilie.

Félix dirigió la mirada a los dos libros que descansaban sobre el escritorio delante de él. Uno era viejo, duro como un ladrillo, de papel amarillento y portada carmesí. El otro era un cuaderno verde con un solo nombre en la portada: Emilie Graham de Vanily. El diario de su tía, aquel que había comenzado aquella locura.

El día que Félix se había sentido atraído hacia el diario de Emilie había iniciado una cadena de sucesos que cambiarían su vida para siempre. Acababa de robarle el anillo a su tío para dárselo a su madre, solo que ella le había permitido quedárselo, y Félix, que adoraba la historia de las gemelas Graham de Vanily, había decidido no quitárselo jamás. Ni para ducharse ni para dormir.

Gran error.

Félix recordaba vagamente haberse despertado en medio de la noche con un zumbido en los oídos, como si tuviera una mosca atrapada tras la oreja. Recordaba haberse levantado de la cama medio sonámbulo, atraído por un misterioso magnetismo que lo sacó de su habitación y lo obligó a caminar descalzo por los pasillos de la mansión centenaria donde él y su madre residían.

Sus pasos, primero adormilados y luego extrañamente resueltos, lo llevaron hasta la biblioteca familiar, hogar de mil libros que eran más polvo que papel. Amelie había enterrado allí el diario de su hermana ―¿qué mejor lugar para esconder un árbol que un bosque?―, pero no había tenido en cuenta las propiedades mágicas de los anillos, que eran tan increíbles como traicioneras.

Cuando llegó a la biblioteca, Félix no tenía ni idea de qué hacía allí ni de qué estaba buscando. Solo tenía la vaga sensación de que algo lo estaba llamando, y la verdad es que al principio pensó que era un sueño. Solo cuando encontró el diario de su tía, cuidadosamente oculto a plena vista dentro del tomo XXI de la Enciclopedia de las Artes y las Ciencias, comenzó a pensar que tal vez estuviese despierto.

Última jugadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora