34 - Alfombra roja

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Adrien examinó su reflejo con cuidado. La imagen que el espejo le estaba devolviendo no hubiera quedado fuera de lugar si la esculpieran en mármol y la colocaran en un museo.

En todos los sentidos, Adrien era la viva imagen de la perfección.

Ni un solo mechón fuera de lugar. Ni un milímetro de más en la punta de su nariz. Ni siquiera había un solo mancha, punto negro o cicatriz en su piel, mucho menos ojeras o granos.

No, ese tipo de "imperfecciones" no eran propias de un Agreste. Los Agreste no tenían defectos.

A Adrien le daba mucho asco.

Sabía que no tenía sentido amargarse por su buen cutis, pero daba igual. En ese momento Adrien estaba amargado por todo: por su cabello de mechones dorados, por su sonrisa de anuncio de pasta de dientes y, sobre todo, por sus brillantes ojos verdes, porque ese verde combinaba perfectamente con sus zapatos grises y su traje blanco.

¡Blanco! ¡Jodidamente blanco!

Blanco como el nácar, como la nieve y como uno de esos conejitos tiernos e inofensivos de los dibujos animados. Evidentemente, el traje no había sido elección suya.

Nada más despertarse, Adrien había seleccionado un esmoquin negro para el baile, teniendo en cuenta el rojo del vestido de Marinette. Se había pasado una hora entera probándose pajaritas y corbatas, pero al final había decidido que lo más "Chat Noir" sería llevar el cuello al descubierto.

Sin embargo, después de desayunar su padre se había plantado en su habitación por primera vez en semanas y había tendido un traje blanco sobre su cama.

Así, sin más, obviando los saludos y los "buenos días".

—El negro es para los adultos —había explicado Gabriel, con las manos cruzadas tras la espalda y una mirada tan gélida que sumió la habitación en temperaturas árticas—. Tú debes representar la pureza, Adrien. Así que vestirás de blanco.

Adrien tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no partir la cama en dos en ese mismo instante. Consiguió contener su furia de milagro hasta que su padre se marchó, y entonces necesitó un par de segundos para calmarse.

Gabriel ni siquiera le había preguntado qué color prefería vestir. Había asumido que no le llevaría la contraria, y punto.

Así que en ese momento Adrien se miraba al espejo de su habitación planteándose seriamente hacer añicos ese impoluto traje blanco.

¡Blanco, por el amor de Dios! Lo haría parecer Papá Noel al lado del rojo de su princesa.

Adrien soltó un bufido de frustración. ¿De verdad tenía que aparecer delante de Marinette con esas pintas? Normal que no quisiera ni mirarlo...

Sus contemplaciones fueron interrumpidas cuando su teléfono vibró sobre la cama. Adrien no tuvo ni que mirar la pantalla para saber que era su padre metiéndole prisa. Faltaban cinco minutos para las siete, lo que significaba que tendrían que irse ya si querían llegar "elegantemente tarde" a la gala, y no "rotundamente tarde".

Aflojándose un poco la corbata —le estaba asfixiando—, Adrien practicó su «sonrisa Agreste» por última vez y luego salió del baño en dirección a la entrada de la mansión.

Plagg no dijo nada cuando Adrien abrió la solapa del traje, un gesto silencioso para que se escondiera dentro. Estuviera lo que estuviera pensando el kwami —podía notar la rabia de Adrien hirviendo en sus venas—, no lo expresó en voz alta.

Cuando Adrien apareció en el vestíbulo, Gabriel ya lo estaba esperando. Iba vestido con un traje blanco idéntico al suyo, pero al contrario que Adrien, al que no le habían dejado llevar ningún toque de color, Gabriel había mantenido la corbata a rayas de su atuendo habitual.

Última jugadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora