Capitulo -11

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Airi se aferraba con fuerza a su espalda en ese abrazo que parecía que quería que Daishinkan nunca la soltara.

¿Qué podría hacer él para que se sintiera mejor o no llorara más? Ningúna palabras le hacía decirle, era mejor que llorara lo que se callaba, lo que guardaba en su interior y llevaba como carga pesada sobre los hombros deteniendo su andar.

Le era un poco incómodo, pero por el simple hecho que esa era la primera vez que intentaba consolar un llanto genuino y con dolor; en otras ocasiones calmó a los Zen Oh Sama, pero eran llantos por capricho o berrinches de niños, nunca como el de esa muchacha.

Lloraba en silencio, no sollozaba, no se lamentaba, sino que solo eran lágrimas abundantes como si la tormenta más tempestuosa se hubiera desatado en ese rostro tierno de muñeca de porcelana. Podía sentir que ella apretaba sus labios para así intentar contener su llanto, pero igual allí estaba, con su cara oculta en su cuello.

-No haga eso, no se contenga -le dijo Daishinkan en voz baja casi como un susurro fugaz que trajo el viento.

Escuchar eso fue para ella como darle permiso para llorar, comenzó a sollozar y a ser las fuerte aquello que se escapaba con tristeza. Daishinkan solo posó su mentón sobre la frente de Airi y cerró los ojos para dejarla así hasta que ella hubiera sacado todas y cada una de las lágrimas que tenía que liberar para ser libre ella.

Así duró largo rato, pronto poco a poco fue cesando su llanto y comenzó a calmarse. Incluso suspiró profundamente y al liberar el aire, Daishinkan pudo sentir como ella estaba más ligera de espíritu.

-Dai -lo llamó ella aún abrazada a él.

-Dígame.

-Disculpa -le dijo intentando apartarse.

-¿Por qué cree que me debe una disculpa? -cuestionó Daishinkan impidiendo que ella se apartara de su pecho.

-Porque mis problemas no son asunto suyo y se los acabo de contar como si fueran de su interés. De seguro tiene cosas mejores que hacer -le respondió Airi mientras bajaba sus manos de la espalda de Daishinkan y las ponía sobre su regazo.

Ella tenía razón, no eran sus problemas y en nada le servían a él saberlos, pero por ella, porque parecía necesitar que la escucharan, lo hizo. Después de todo, la prefería sin cargas, así le gustaba más para él. Ligera y feliz.

-Por ahora no tengo nada mejor que hacer, prefiero quedarme con usted, Airi -le respondió Daishinkan.

Daishinkan la soltó, pero ella se quedó allí con su cabeza apoyada en su hombro mirando hacia el mar y la luna. Por algún motivo, las pulsaciones del corazón de Daishinkan la calmaba, no eran iguales a las de un corazón que hubiera escuchado en su vida. Latía de una manera única que se sonaba a paz y calma.

Pronto se quedó dormida allí, él se dió cuenta cuando le hizo una pregunta y ella no respondió, la llamó y de nuevo no obtuvo respuesta. Sonrió al verla dormida allí en su cuello. Era una postura muy incómoda, sin mencionar que estaba sentada, por lo que el Gran Sacerdote la tomó entre sus brazos y la llevó dentro para acostarla en su cama para que durmiera mejor y más cómoda.

Él no necesitaba dormir, menos pensaba en quedarse allí con ella. Solo se sentó uno minutos a sus pies en el borde de la cama y se quedó mirando por la ventana con contemplación hacia ese astro plateado que adornaba el cielo nocturno.

Suspiró, se levantó y fué directo a afuera, al techo para ser exactos. ¿Para qué? Solo él lo sabía. Allí de pie sobre la parte más alta de la casa, parecía una estatua firme y sería mirando ese paisaje como si fuera único, pero lo verdaderamente único era aquella que estaba durmiendo. Un ángel sin alas, un ángel con la mirada perdida en el mar de sus pensamientos; su ángel. Daishinkan solo esperaba que el Sol saliera para poder verla despierta, poder verla mejor.

Yo No Te LlaméDonde viven las historias. Descúbrelo ahora