Érase una vez dos niños

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Hace diecisiete años

Eres un maldito bastardo, lo sabes, ¿verdad?
Christopher Bang se apoyó contra el marco de la puerta con despreocupación
mientras Minho  se apresuraba a meter los pies en sus zapatillas. Ya se había puesto un  par de deshilachados vaqueros después de quitarse el chándal que llevaba mientras
leía a Nietzsche tumbado en la cama en vez de hacer los deberes de matemáticas del  día siguiente. Haría frente a los cinco problemas por la mañana; esa noche estaba
demasiado absorto en Así habló Zarathustra. O lo estaba hasta que ella le llamó.

—El Director Phelps exigirá tu cabeza en una pica.

—Estoy segurísimo de que eso violaría por lo menos una docena de normas de la escuela.

Minho giró en redondo mientras hablaba, oteando la habitación con el ceño  fruncido en busca de una camisa limpia. Tenía quince años y sabía hacer la colada,  pero eso no significaba que la hiciera con demasiada frecuencia.

Encontró una descolorida camiseta negra debajo del pequeño pupitre cubierto de  libros. Tiró de ella, la olisqueó y se la puso por la cabeza. La olisqueó de nuevo y se  la subió para poder ponerse desodorante en las axilas. No le daba tiempo para darse
una ducha y lamentó no haberlo hecho antes.

—Vale —accedió Chan —. Lo que tú digas. Pero si te pillan…

Minho se llevó la mano al corazón mientras la voz de su compañero de habitación  se iba apagando.

—Oh, Channie , no sabía que te importara —bromeó. El aludido entornó los ojos y  giró la mano hasta que su dedo corazón quedó bien levantado. A Minho se le escapó
una carcajada—. Deja de preocuparte. Solo vamos a salir unas horas. Tendré cuidado.
Tú me cubrirás. Y nadie sabrá que me he ido.

Mejor que no, porque aunque Minho jamás lo reconocería en voz alta, Bang Christopher Chan tenía razón. Estaba corriendo un riesgo enorme. Su padre había tirado de hilos muy  poderosos y aflojado mucha pasta para que pudiera entrar en St. Anthony, uno de los
internados más prestigiosos de Europa, si no del mundo. Se pilló un buen cabreo en su momento ,no quería que lo alejasen de Corea del Sur  y lo mandasen a Reino
Unido,  pero ahora, pasado un año, tenía que reconocer que aquello le gustaba.

Al menos lo reconocía para sí mismo, porque jamás lo haría ante kento o Lisa. Aún
no, tal vez nunca.
Quería a sus padres. De verdad que sí. Pero siempre había existido
algo entre ellos. Una distancia. Quizá porque sabía demasiado bien quién era y de  dónde venía. Es posible que los adolescentes no debieran saber la verdad sobre sí  mismos. En ocasiones no podían sobrellevarlo.
Pensó en el lema predilecto de Nietzsche: «Conviértete en lo que eres».

Y pensó en su propia conclusión: «Descubre qué coño eres antes de empezar a convertirte en
ello. Además de quién eres».
Bueno, lo estaba intentando, ¿no?
Había estado esforzándose mucho, respetando las reglas. Más o menos. Había  hecho todo lo que se suponía que tenía que hacer. No podía deshacer los meses en los que había coqueteado con las drogas, había robado coches, se había escapado por las noches y, en general, había actuado como un auténtico gilipollas, pero podía quedarse en aquel lugar, hacer su trabajo y convertirse en el hombre que quería ser.

El hombre que sabía que podía ser.
Cualquier otra noche se habría quedado en su habitación, estudiando.
O, para ser más exactos, se habría quedado, se habría entretenido con libros o  videojuegos y luego habría dedicado diez o quince minutos antes de clase a terminar
los deberes o a estudiar para un examen.
Esa noche no.
Esa noche el estaba allí.
Esa noche Jisung le había llamado desde la estación.

—He cogido el tren desde Londres —le dijo por teléfono—. Todo el mundo
piensa que estoy pasando la noche en casa de mi amiga Donna, la que se mudó a la  capital el año pasado cuando su padre aceptó un empleo en la embajada. —Sus
palabras sonaron rápidas y frenéticas, como si tuviera que soltarlas antes de perder el valor—. Pero no estoy con Donna. Voy de camino. Y tengo muchas ganas de verte  esta noche. Ya sabes. Antes de que todo se descontrole. Antes de que dejemos de ser solo nosotros. Así que voy para allá. En este preciso momento. Y me da igual que
pienses que no debería hacerlo. Voy para allá y no puedes decir que no.
Estaba de camino; de verdad iba hacia allí.

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