Lee El gran Dios de Sexo

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La fiesta en la mansión de casi mil metros cuadrados a las afueras de Busan apestaba a  extravagancia incluso para los estándares habituales de Southampton.

Artistas galardonados con un Daesang  actuaban en el escenario al aire libre
montado en el exuberante jardín que se extendía desde la casa principal hasta las  pistas de tenis.

Los famosos se codeaban con modelos, que coqueteaban con  magnates de Gangnam, que hablaban sobre cotizaciones bursátiles con gurús de la
tecnología e intelectuales de familias adineradas mientras degustaban un buen whisky  escocés y la ginebra más cool de esa temporada.

Luces de colores iluminaban la
piscina de estilo natural, en la que modelos desnudas flotaban con aire indolente  sobre colchonetas y cuyos cuerpos servían como bandejas para los exclusivos platos  de sushi preparados por los mejores chefs.

Las mujeres invitadas recibían un bolso Birkin de Hermès, y los hombres, una
edición limitada de un reloj Hublot. Las exclamaciones de gozo, de ellos y ellas por  igual, rivalizaban con el tronar de los fuegos artificiales que estallaron sobre la bahía  de Busan a las diez en punto de la noche, programados a la perfección para  distraer a los invitados del trajín del personal de servicio, que retiró el bufet de la  cena antes de servir un surtido de postres, café y licores.

No se había reparado en gastos, no se había pasado por alto ningún deseo, ansia o  indulgencia. No se había dejado nada al azar y todos los asistentes coincidían en que
esta fiesta era el evento de obligada asistencia de la temporada, si no del año.

Dios,  incluso de la década, Todo aquel que era alguien estaba allí, bajo las estrellas en la finca de dieciséis
mil metros cuadrados de Billionaires’ Row, todos excepto el anfitrión.

Y las especulaciones sobre dónde estaba el  multimillonario, qué estaba haciendo y con quién corrían como la pólvora entre la  multitud, bien provista de alcohol y ávida de cotilleos.

—No tengo ni idea de adónde puede haberse marchado, pero apostaría cualquier  cosa a que no se está muriendo de pena en soledad —comentó un hombre delgado
como un junco, con el cabello canoso y una expresión que quería parecer
desaprobación pero que, en realidad, era envidia.

—Juro que me corrí cinco veces —declaró una animada rubia a su mejor amiga  con un susurro fingido y el claro propósito de llamar la atención—. Ese hombre es un maestro en la cama.

—Tiene una mente astuta para los negocios, pero ni el más mínimo sentido del  decoro en lo que respecta a su polla —añadió un corredor de Seúl

—Oh, no, cielo. No le van las relaciones. —Una modelo morena, que en ese
momento celebraba el contrato que acababa de firmar, se estremeció como si  reviviera un momento de éxtasis—. Es como el buen chocolate. Está hecho para  degustarlo en pequeñas porciones, pero es delicioso cuando lo saboreas.

—Si puede follarse a tantas chicas y chicos mejor para él. —Un hípster con barba y moño se  limpió las gafas de montura metálica con el faldón de su camisa—. Pero ¿por qué  narices tiene que ser tan descarado al respecto?

—Todas mis amigas se lo han tirado —aseguró una pelirroja menuda que
consiguió una bonificación de seis cifras al casarse. Después esbozó una sonrisa  pausada y el brillo de sus ojos verdes dio a entender que ella era una gata y él, un  apetecible bol de deliciosa leche—. Pero soy la única que ha repetido.

—¿Todas tus amigas?

—¿De cuántas chicas o chicos  hablamos?

—Al menos la mitad de los que hay aquí esta noche. Puede que más.

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