dulces sueños, noches oscuras

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Me duele el corazón con solo oír la angustia que trasluce su voz.

—No pasa nada —le digo—. No tienes por qué contármelo.

—En realidad, no creo que pueda. Todo no. No ahora.

Quiero levantarme e ir a su lado. Deseo tocarle. Pero sigue de espaldas a mí y no  sé si mi presencia serviría de algo o solo haría que se retrajera de nuevo.

—Fue la Mujer —prosigue—. Solo ella. Puede que él mirara, no lo sé. Pero solo
ella estaba allí. Siempre estaba allí.

—¿Después de que yo me marchara?
Se da la vuelta y sus ojos rebosan dolor.

—Antes también, pero después más.

—Cuando te separaban de mí —recuerdo—. Volvías y durante un tiempo estabas  distante. Pensaba que te estaban haciendo algo espantoso.

—Así era Jisung. —Inspira hondo—. Yo estaba aterrado de que estuvieran haciéndote  cosas terribles a ti también.


—Ella me ataba. Me colocaba los brazos y las piernas en cruz y luego me
sujetaba con aquellas correas de cuero. Me quitaba la ropa y me dejaba desnudo.

—Oh, cielo. Igual que te hicieron aquella primera semana. Deberías habérmelo  dicho entonces. Estarías muy asustado.

Asiento.

Detesto el recuerdo. Odio lo asustado que estaba, pero nunca quise que
Minho se sintiera aún peor.

—Me llamaba ramero. Puto. Pero todo pasaba cuando me devolvían a la celda
contigo, por eso nunca quería hablar de ello. Solo te quería a ti. Y ella nunca me tocó  salvo para atarme. ¿Te tocaba a ti?

Él profirió una estridente carcajada.

—Sí. Podría decirse así.

Trago saliva. No quiero oír esto. Y al mismo tiempo sí quiero. Necesito saber para  poder ayudarle a estar bien.
Por un segundo pienso que es inútil. Minho  permanece en silencio y creo que no va a  seguir hablando del tema. Pero entonces comienza de nuevo, en voz tan baja que  tengo que esforzarme para oírle:

—La habitación siempre estaba a oscuras y ella siempre llevaba una máscara. Pero no de las de carnaval que se ponía cuando estábamos juntos. Esta le dejaba la boca al descubierto. Le gustaba usar la boca —añade con severidad.

»La primera vez hizo que me desvistiera y luego me ató a la pared. Cemento.  Ganchos metálicos para sujetar las correas. Me ató las piernas y los tobillos. Me  masturbaba hasta que me corría, y luego me azotaba con un látigo la polla y los  testículos hasta que le suplicaba que parara. —Su voz carece de inflexión, de matices.
Me doy cuenta de que me estoy mordiendo el puño—. Luego empezaba de nuevo, y  cada vez que me corría, me castigaba. —Cierra los ojos, inspira hondo y luego los  abre. Cuando me mira, su expresión es feroz—. Así fue como empezó. —Su nuez se
mueve al tragar saliva—. Aquellos días no fueron los peores. Los que vinieron
después…
Se interrumpe con un estremecimiento y ya no puedo seguir alejado. Corro a sus  brazos y le estrecho con fuerza, con las lágrimas rodando por mi cara.

—No pienses en ello —le ordeno—. Solo abrázame.

Minho lo hace y me aferro a él. Los sollozos me sacuden. No puedo parar y me  atraganto mientras trato de recobrar el aliento.

—Oh, cariño. Cielo, no pasa nada.
Le rodeo con mis brazos y dejo que me acaricie la espalda hasta que soy capaz de  recuperar la compostura, avergonzado por haber perdido el control.

—Debería ser yo quien te reconfortara —logro decir entre sollozos. Me aparto
para poder verle entre las lágrimas—. Lo siento mucho.

Alargo la mano y le acaricio la mejilla. Necesito esa conexión. Sé que no me lo
ha contado todo, pude ver las sombras en sus ojos mientras escogía las palabras, pero  me ha dicho lo suficiente como para saber que es verdad. Y que la verdad es horrible.

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