19:a

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Lunes.
No había deberes que pudiera fingir tener. Iba adelantada en todas las asignaturas excepto en inglés. Ya era hora de que me pusiera en serio con el trabajo, aunque no tenía ni idea de qué iba a escribir. El libro de Alexis había llegado a la biblioteca de la escuela el día antes de las vacaciones, y aún tenía que hincar los codos. Así que puse la radio —creo que sonaba Mozart— y me acomodé en el asiento bajo la ventana de mi habitación.
Esperaba algo árido, un resumen de lo que ya había averiguado a través de mi búsqueda en Google amenizado con algunas anécdotas intercaladas. En lugar de eso, el primer capítulo trataba del rescate de una beluga atrapada en una maraña de trampas ilegales para langostas cerca de la costa de Canadá, a la altura del estuario de St. Lawrence. Cuando el equipo de rescate llegó a bordo de sus zódiac, la pobre llevaba horas luchando para mantenerse a flote. Las belugas se desplazan en grupo, y sus compañeras estaban histéricas y emitían silbidos de alta frecuencia mientras se movían en círculos alrededor de su compañera. Mientras Alexis observaba, algunas intentaron deslizarse por debajo de la hembra para evitar que se ahogara, pero no podían acercarse lo suficiente para ayudarla sin quedar también enredadas.
La única manera de liberarla era cortar las cuerdas, y eso implicaba meterse en el agua con todos aquellos animales. Las belugas no son tan grandes como una ballena —las adultas apenas alcanzan los cuatro metros y medio de longitud—, pero pueden llegar a pesar más de una tonelada. Si la manada se inquietaba cuando los submarinistas se metieran en el agua, o la hembra atrapada empezaba a retorcerse, no tendrían ninguna posibilidad. Pero si no la ayudaban, la beluga se ahogaría. Así que no había elección.
Mientras las zódiac tomaban posiciones entre la manada y la beluga atrapada, Alexis y otros tres submarinistas se sumergieron en el agua helada. En cuanto lo hicieron, el animal se quedó prácticamente inmóvil, como si supiera que eso era lo que debía hacer. El resto de belugas nadaron en círculos a su alrededor, en silencio, observando y esperando. Durante más de una hora, aun entumecidos por el frío, los submarinistas se dedicaron a cortar la cuerda de nailon conscientes de que las belugas podían agruparse para defender a su compañera, sabiendo que si perdían la concentración por un instante o colocaban mal el cuchillo podían herirse o herir a la beluga.
Cuando finalmente quedó libre, la beluga se alejó del círculo de submarinistas. La manada emitió silbidos y chasquidos, y luego todos los ejemplares se reunieron alrededor de los submarinistas con tanta rapidez que no tuvieron tiempo de subir a las zódiac. Alexis pensó que aquello era su fin.
Sin embargo, los animales nadaron en círculos mientras la beluga liberada acercaba con suavidad la protuberante joroba de su cabeza —Alexis lo llamaba «melón»— a cada uno de los submarinistas. Cuando llegó el turno de Alexis, escribió: «Ante el contacto de la beluga, sentí que mi alma inquieta se calmaba. Fue como si llevara toda la vida adormecida y entonces, de repente, me des...».

19:b

 Sonó el teléfono.
El ruido me catapultó fuera de las páginas del libro, de vuelta al mundo real. Me peleé con los auriculares para quitármelos.
—¿Hola?
—Hola... ¿Jenna? —Una pausa—. ¿Estás bien?
Mi respuesta fue automática, torpe:
—Sí, estoy...
Estaba tan absorta en el relato que me costó entender las palabras. Entonces mi cerebro se iluminó y ahogué un suspiro de sorpresa.

—¿Señor Anderson?
—Sí. —Sonaba preocupado—. Sólo llamaba para ver cómo te va. Habría llamado ayer, pero... ¿Estás bien?
Tragué saliva y aparté a un lado todos los pensamientos sobre Alexis Depardieu.
—Sí, sí. Estaba leyendo un libro para un trabajo de inglés.
—Ah.
Una pausa.
—Muy bien, de acuerdo. No quería molestarte.
—No, no pasa nada, de verdad. Sólo...
Eché un vistazo al reloj: casi mediodía. Se habían evaporado dos horas.
—Guau, había perdido la noción del tiempo.
—Debe de ser un buen libro.
—De hecho lo es, y no me lo esperaba. En cualquier caso... —Me pasé la lengua por los labios—. Estoy bien.
—Me alegro. Sólo quería asegurarme. Ya sabes, desde lo que pasó el sábado por la noche, he... he estado pensando en ti. Te habría llamado ayer, pero pensé que era demasiado pronto y que tus padres...
—Mis padres se han marchado un par de días —le interrumpí—. Salieron el domingo por la mañana. —Le hablé de Meryl y añadí—: Así que tengo la casa entera para mí sola hasta el jueves.
—Ah.
Pausa.
—Bueno, ¿y qué tienes planeado hacer con todo ese tiempo libre... aparte de leer?
—Mmm... bueno, he empezado a correr de nuevo. —Reuní todo mi coraje y añadí—: De hecho, ayer estuve por Faring Park.
Si estaba sorprendido, no lo demostró.
—¿Sí? Yo corro por allí. ¿Qué tal fue?
Se lo dije y calculó:
—Eso es... espera... diez minutos por kilómetro, segundo arriba, segundo abajo. No está mal. ¿Has salido hoy a correr?
Negué con la cabeza y entonces recordé que él no podía verme.
—Aún no.
—Yo tampoco. ¿Te apetece tener compañía? —Lo dijo como de pasada y agregó—: Si no estás demasiado ocupada; sin compromiso. Ayer hice un recorrido largo, así que hoy me lo voy a tomar con calma. Unos siete kilómetros.
—No... —Tenía el corazón desbocado—. Quiero decir, sí. Me encantaría tener compañía —contesté.
—Estupendo. Bueno, ya sabes dónde está el parque, ¿no? ¿Qué tal si nos encontramos allí dentro de, digamos, una hora?
Le respondí que me parecía perfecto, él me dijo que llevara ropa de recambio porque conocía un pequeño local donde almorzar, yo le contesté que sonaba bien y colgué. En quince minutos estaba lista.
Según como lo mires, Bob, podría decirse que fue la peor decisión de mi vida. Según como lo mires.


Ahogada en una grabadora (SINREVISAR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora