16:a

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Pero no fingí no haber oído nada.
En lugar de eso, me acerqué un poco más y entreabrí un poco más la puerta. ¿Por qué? Sobre todo porque había algo en el tono del hombre que no me gustaba y entonces, a esa distancia, pude distinguir algunas palabras: «Relájate, nena, relájate, vamos, vamos...».
Así que miré. Había suficiente luz para que me hiciera una idea general. Sinceramente, en retrospectiva, habría sido mejor que me clavara agujas en los ojos.
Estaban en la cama, el tío encima. Era el único que se movía. Seguía hablando, pero entonces pude distinguir con mayor claridad su frustración:
—Vamos, vamos, venga...
De hecho, sonaba cabreado.
La mujer yacía inmóvil y sólo gemía de vez en cuando. No era un sonido placentero, Bob, no sé si me entiendes. No parecía estar disfrutando, sino que sonó más bien como un quejido, como si se encontrara mal, le doliera y no supiera qué demonios estaba ocurriendo. Me recordó a los chicos del psiquiátrico que no podían hacer que las voces de su cabeza dejaran de torturarles. Y todavía puedo ver la mano de ella, Bob, colgando como una flor muerta del borde de la cama.

No sabía qué hacer. Estoy segura de que este tipo de cosas —me refiero a que la gente se colara en las habitaciones y se enrollara; lo cual, teniendo en cuenta cuánto se enfadan los adultos cuando lo hacen los chicos de mi edad, me parece bastante hipócrita— llevaban ocurriendo desde la época de la abuela Stephie. Conociéndola, lo más seguro es que tomara notas. Demonios, puede que aquellos dos estuvieran casados, pero no lo creía. Tendrías que haber estado allí, Bob, pero tenía un mal presentimiento.
Entonces oí cómo la respiración del hombre se cortaba al sentir que lo estaba mirando. Su cara era un borrón plateado cuando miró por encima de su hombro y ahogó un rápido jadeo.
—¿Qué co...?
Me largué de allí. Al volverme, tiré de la puerta para cerrarla y luego salí disparada por el pasillo en dirección a mi cuarto. Cerré de un portazo y no me preocupé de encender las luces; me lancé al extremo más alejado de cama y me hice un ovillo, al tiempo que una de las columnas de madera me golpeaba la espalda. Sentía como si alguien hubiera cogido una antorcha y me hubiera derretido los ojos hasta dejar las cuencas vacías. Las ventanas estaban abiertas y se oía un murmullo de fondo, voces que corrían como el agua sobre las rocas, el chisporroteo y los crujidos del fuego, y ráfagas de risas. La banda estaba tocando un tema de jazz que me hizo pensar en el señor Anderson, y de inmediato deseé no haberlo hecho. Él habría ayudado a esa mujer. Yo era una completa cobarde. Era como cuando Psico-papi había matado la pared de la cocina y yo había huido con el rabo entre las piernas como un conejito. Debería haber hecho algo. Gritar. Aullar. Encender la luz. Apartar a aquel asqueroso. Algo.

El tiempo pasó. No sé cuánto. Por encima del latido de mi corazón, oí los pasos del hombre acercándose. Se metió en el lavabo del pasillo; mi lavabo. Una luz se encendió y el resplandor se coló por las rendijas del marco. El agua corrió, cayó en la pila y se escurrió por el desagüe con un gorgoteo. Después, un breve y escalofriante silencio.

 Y luego pasos. Una oscura lengua de sombra lamió la luz que se colaba por debajo de la puerta de mi dormitorio.
—¿Jenna?
No llamó ni trató de entrar.
—Jenna, ¿estás ahí, corazón?

16:b

 «Corazón».
Ahora sabía quién estaba ahí fuera.
—Corazón —repitió el doctor Kirby, colega de mi padre y al que conocía desde que tenía edad para conocer a alguien—. Jenna, corazón, sería mejor para mí que no dijeras nada. Sé que lo sabes, ¿verdad? —Al ver que yo no contestaba, añadió—: No la he forzado.
Oh, no, sólo estaba como una cuba. Ni siquiera podría haber consentido para salvar la vida. El doctor Kirby dijo alguna otra estupidez, no recuerdo cuál, y luego la sombra de sus pies se desvaneció. Esperé unos minutos para asegurarme de que se había marchado, y entonces salí de mi habitación.
La mujer estaba de rodillas junto a la cama de Matt. La habitación era estrecha y el aire estaba viciado; al inclinarme hacia ella, se cubrió la boca con la mano.
—Creo... —se atragantó—. Creo que voy a... Voy a...
Llegamos al baño justo a tiempo. Le sujeté el pelo mientras ella se agarraba al inodoro. El hedor era denso como una nube negra y aceitosa, lo bastante desagradable para que contuviera la respiración y me concentrara en mantener lo poco que había comido en el estómago. Cuando terminó de escupir, mojé una toalla con agua fría y se la apliqué con suavidad sobre la cara y el cuello. Los tres primeros botones de su blusa habían desaparecido, tenía las medias rasgadas y arañazos en el cuello.
—Estoy muy borracha —dijo, poniendo de manifiesto lo que era obvio.
Tenía la voz pastosa. Se esforzó por enfocar mi cara, pero los ojos se le disparaban hacia un lado y otro como un juego de canicas. Se dejó caer junto a la bañera, con la boca abierta, el aliento afrutado y enfermizo.
—¿Has venido con alguien? ¿Cómo te llamas?
Tuve que preguntárselo un par de veces y, cuando consiguió encontrar las palabras, le expliqué:
—Vale, voy a buscar a tu marido. Tú quédate aquí. No te muevas, ¿de acuerdo?
Como si estuviera en condiciones de ir a ninguna parte.
Su marido era enfermero quirúrgico, según me había dicho. Una vez fuera, escruté entre las caras y fui preguntando hasta que la esposa de un doctor me guió en la dirección correcta. Tras llevar al tipo a un lado y explicarle la situación, lo acompañé hasta la casa. El doctor Kirby trató de atraer mi mirada, pero mis ojos sólo se cruzaron con los suyos una vez y no volví a mirar atrás.

Entre su marido y yo conseguimos poner en pie a la mujer y enfocarla en la dirección correcta. Al llegar a la puerta principal, el marido me miró por encima del hombro.
—Ha sido una velada estupenda —dijo, lo que estaba completamente fuera de lugar.
Parecía tan sumamente avergonzado que sentí ganas de decirle que todo iría bien. Pero me quedé callada, contemplándolos mientras avanzaban tambaleándose entre la conga de coches que serpenteaba por el camino.
El aire frío me asentó el estómago. No había luna y, a pesar de que la megamansión desprendía una gran contaminación lumínica, pude distinguir algunas estrellas. No quería volver a entrar en aquella casa. Pero si ése no era mi hogar, ¿dónde se encontraba? Tuve el repentino y salvaje impulso de robar el coche de mis padres y conducir hacia el norte, al lago Superior, en Canadá. Obviamente, no lo hice.
Pero debería haberlo hecho, Bob.

16:c 

En su lugar, entré de nuevo para limpiar aquel desastre. A mitad de la escalera, se me ocurrió que también tendría que ocuparme de la habitación de Matt. La idea de cambiar las sábanas hizo que mis cicatrices encogieran. Nunca estarían lo bastante limpias. Sería mejor quemarlas.
Justo en ese momento, empecé a flotar. Un amodorramiento que me resultaba familiar se extendió por mis venas y mi cabeza se vació hasta quedar tan hueca como un globo de helio. Me mantenía en la estela, sólo que no estaba corriendo... o puede que sí, metafóricamente; corriendo para alejarme de toda la fealdad.

Aun en aquel estado de ausencia, me dediqué a limpiar: detergente en la pila, limpiador de baños en el retrete y medio bote de espray desinfectante para acabar con aquella pestilencia. Abrí el grifo de la bañera y, aunque no estaba sucia, froté mientras no pensaba en nada.
Probablemente ésa sea la razón de que no le oyera.

16:d

Estaba vaciando agua azul por el desagüe de la ducha cuando, de repente, sentí que había alguien en la puerta. Miré por encima del hombro.
—Hola, corazón. —El doctor Kirby tenía envergadura suficiente para bloquear el hueco de la puerta—. He pensado que quizá deberíamos hablar.



Ahogada en una grabadora (SINREVISAR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora