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Black Friday... viernes negro.

Meryl condujo tan rápido como se atrevió, pero aun así no llegamos a Milwaukee hasta pasadas las dos de la madrugada. Papá se pasó casi todo el camino al teléfono, hablando con los médicos, y la única certeza que se desprendía de aquello era que mamá no había muerto. Todavía. Yo iba en el asiento trasero agarrada a mi mochila. Papá no colgó hasta que abandonamos la interestatal por la salida hacia el hospital.
—¿Qué han dicho? —quiso saber Meryl.
Papá mantuvo la vista al frente.
—Parece mucho más complicado de lo que sabemos.
—¿Qué significa eso? —pregunté, pero papá se limitó a menear la cabeza.
Había otras tres personas en la sala de espera de urgencias: un borracho dormido en una silla alejada, con la cabeza apoyada en un codo; un tipo con una toalla manchada de sangre alrededor del puño, y un hombre con un traje gris arrugado, que parecía fuera de lugar porque ni estaba borracho, ni sangraba ni sufría ningún dolor aparente. Cuando le dijimos a la enfermera quiénes éramos, el hombre levantó la cabeza y sentí su mirada en nuestras espaldas. Luego me olvidé de él porque la enfermera nos hizo esperar unos minutos a pesar de las bravatas de papá. Estuvo al teléfono durante lo que pareció una eternidad antes de confirmarnos que mamá estaba ingresada. Nos dijo que podíamos subir, pero no dejó pasar a Meryl porque no era un familiar directo.
—No te preocupes, cariño, esperaré aquí. —Meryl me dio un gran abrazo de oso que quise que no acabara nunca—. Dale a tu madre un beso y un abrazo de mi parte, ¿vale?
La unidad de quemados no está en calma ni siquiera por la noche; los monitores llenan el aire con sus pitidos, las alarmas se disparan y enfermeras y doctores entran y salen de las habitaciones acompañados del crujido de sus zapatos. Nos llevaron a la habitación de mamá, que estaba justo enfrente del mostrador de las enfermeras. Entendí lo que eso significaba, porque había estado allí. Siempre colocan a los enfermos más graves a poca distancia de las enfermeras, para que puedan llegar enseguida.
Tuvimos que vestirnos con prendas estériles, pues el riesgo de infección para los pacientes quemados es muy alto. El olor de la habitación de mi madre hizo que el estómago me diera un vuelco; me resultaba muy familiar: desinfectante, sangre cocida y el dulce hedor a cerdo asado.
(Mi madre, peleándose a gritos con los auxiliares: «No se atrevan a salvar a ese hijo de...».)
Envuelta en un nido de vendas, parecía muy pequeña. Tenía los brazos y las piernas apoyados en almohadas, y la poca piel que quedaba a la vista —en los sitios en que las quemaduras eran de segundo grado y no tan profundas— brillaba cubierta de pomada antibiótica. Había monitores y tubos por todas partes, vías intravenosas y catéteres y le habían introducido una sonda respiratoria en la garganta. Mamá había intentado arrancársela, y tenían que mantenerla sedada para controlar el dolor.
La piel que quedaba por encima de la máscara de papá estaba pálida como la tiza. Sus cejas parecían manchas de betún sobre mármol blanco. Por una vez se limitó a escuchar mientras el médico hablaba de números y porcentajes: quemaduras de tercer grado en un sesenta y cinco por ciento del cuerpo y de segundo grado en un veinte por ciento.
—Luego está el hecho de que haya bebido, que lo complica todo —continuó en tono neutro—. Su aparato respiratorio también está gravemente afectado. El epitelio ha resultado muy dañado y eso ha derivado en un edema pulmonar grave. Está recibiendo ventilación asistida, por supuesto, pero...
—En pocas palabras —le cortó papá—, ¿qué posibilidades tiene?
—Teniendo en cuenta su edad, cincuenta-cincuenta, puede que un poco menos. Si conseguimos que supere las próximas veinticuatro o cuarenta y ocho horas, todo se reducirá a controlar la infección y...
El doctor siguió hablando durante un rato y al final señaló:
—Nuestra mayor preocupación entonces será encontrar suficiente piel viable para hacer un injerto, pues han quedado muy pocas zonas sanas de las que se pueda extraer.
—Use la mía —dije alzando la vista hacia el doctor—. Coja lo que necesite.
—Jenna —me interrumpió mi padre.
—La cosa no funciona así —respondió amablemente el doctor—. La única piel que hace falta es la suya. Podemos cubrir las quemaduras con piel de cadáver o de cerdo, pero sólo como una medida temporal. La piel de esas zonas terminará por morir y tendremos que reemplazarla. Podemos cultivar piel nueva a partir de células de tu madre en el laboratorio, aunque eso llevará un tiempo.
—Pero también pueden utilizar la mía, ¿no? Si pueden usar la de un muerto, ¿por qué no la mía? —pregunté.
—Porque tu piel también morirá. —Los ojos del médico traslucían comprensión, pero su tono era firme—. Lo siento, pero no es una opción.
Después de aquello, papá y él salieron de la habitación para hablar del procedimiento médico.
Yo me quedé de pie junto a mi madre. Su cara, oculta casi por completo por vendas salpicadas con manchas de color teja, estaba muy hinchada; sólo se le veían los ojos y una parte de la boca. El sistema de respiración al que estaba conectada le insuflaba aire que luego ella expulsaba con un largo silbido. Sentí deseos de cogerle la mano y decirle que todo iba a salir bien, pero el miedo me superaba. Imaginé sus dedos partiéndose en mi mano. Me sentía pequeña e indefensa, como debía de haberse sentido también ella después del incendio en casa del abuelo MacAllister que me mató dos veces: una en la ambulancia y otra dos días después, en un lugar muy parecido a éste.

Ahogada en una grabadora (SINREVISAR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora