32:a

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Siempre que tuviéramos cuidado, todo era sorprendentemente sencillo. Sé que no quieres escucharlo, Bob. Quieres escuchar que nos sentíamos culpables o que vivíamos en un estado de pánico constante a ser descubiertos. Quieres saber las veces que estuvieron a punto de descubrirnos y lo mal que nos sentíamos, como delincuentes.

Pues déjame darte un titular, Bobby. Me sentía bien, bien, mejor de lo que me había sentido en meses y meses y meses. ¿Quién iba a sospechar de una chica buena y callada como yo y de un tipo simpático, abierto y agradable como el señor Anderson? Yo sacaba sobresaliente en todas las asignaturas y no me metía en problemas. El Tanque decidió que me había adaptado bien a la escuela, sobre todo después de unirme al equipo de cross . Mis padres ponían mucho esmero en no pensar demasiado en nada. ¡Se alegraban de que estuviera en el equipo! Decían que tenía buen aspecto. Que parecía feliz. Mi padre le pidió a mi madre que lo admitiera, que matricularme en el Turing había sido la decisión correcta, y ¿Qué podía decir ella? Aunque estoy convencida de que, puesto que estaban intentando recuperar su relación y mamá tenía que preparar las vacaciones, estaban encantados de no tener que preocuparse por una cosa más.
Yo era feliz y Mitch me hacía sentir hermosa, Bob. Me hacía creer que nos mantendríamos a flote el uno al otro para siempre.
Y nadie hacía preguntas, Bob. Nadie sospechaba de nosotros. Todo el mundo miraba y en realidad nadie veía. Teníamos buen aspecto, y ninguno de vosotros notaba la diferencia.

32:b

Bueno, la competición.
Entré al trote en el silencioso vestuario de chicas pero no vi a nadie.
—¿Hola? ¿Danielle?
Una pausa. Y luego un susurro seguido de un gruñido:
—¿Qué?
Su voz venía de los baños. Pasé junto a las duchas y los clavos de las zapatillas repiquetearon sobre las baldosas, doblé la esquina y vi unos pies por debajo de la puerta de uno de los retretes.
—¿Estás bien?
—Como si a ti te importara. —Su tono se endureció al reconocer mi voz. Casi pude ver cómo levantaba la barbilla, desafiante—. Estoy bien. Saldré en un segundo. Sólo tengo... calambres.
—Ah. Bueno, el entrenador quiere que salgas. Empezaremos dentro de cinco o diez minutos.
—Sí, sí, ya voy, ¿vale? —Al darse cuenta de que yo no me movía, gruñó—: ¿Vas a quedarte ahí hasta que salga?
—El entrenador me ha pedido que te esperara.
Técnicamente, podría haberme marchado y dejar que Mitch hablara con ella cuando por fin se decidiera a arrastrar su lastimero culo fuera del retrete. Además, se lo tenía merecido. Danielle no había mostrado más que maldad hacia mí. No le debía nada. Pero me recordé a mí misma que no tenía por qué ser así. Tal vez creas que es una estupidez, Bob, pero por extraño que parezca, yo sentía que ya había ganado. Me había convertido en la referencia de Mitch en el equipo. Es posible que ella creyera que había compartido algo especial con él, pero Mitch ya me había contado que tenía muchos problemas y no quería escuchar lo que él tenía que decirle. (Qué clase de problemas, no lo sabía. Mitch era muy bueno en eso: nunca pronunciaba una palabra de más sobre nadie. Eran asuntos privados.) Además, Danielle tenía a David. Y un hermano. Y su padre era un abogado muy bien relacionado. No podía quejarse.
Danielle tiró de la cadena, abrió la puerta y emergió envuelta en una nube olorosa de vómito y melocotón agrio. De camino a la pila, me propinó un codazo para que me apartara. A la luz de los fluorescentes, su piel era amarilla y las manchas que tenía bajo los ojos, negras, como si se le hubiera corrido el rímel. El chándal le colgaba como un saco. Había adelgazado mucho desde principios de año, según ella para aumentar su velocidad. Las demás chicas del equipo murmuraban que empezaba a parecerse a una de esas muñecas articuladas: una cabeza sobre un armazón escuálido, como las modelos de pasarela. Una delgadez enfermiza.
—No tienes buen aspecto —señalé.
—No peor que el tuyo.
Bebió agua del grifo, se enjuagó la boca y luego la escupió.
—¿Estás segura de que puedes correr?
—Cállate, ¿vale? —fue su respuesta. Volvió a enjuagarse la boca y a escupir, y luego se pasó el brazo por la barbilla para secarse las gotas—. No te atrevas a fingir que te importa.
Yo me encogí de hombros, pero no añadí nada más. Si quería caer fulminada de un ataque al corazón, ¿qué podía hacer yo para evitarlo? Por otra parte, Mitch debía de ver lo mismo que nosotras. Era el entrenador. Si la dejaba correr, sería porque pensaba que estaba en condiciones.
Al llegar a la puerta, Danielle se volvió.
—Déjame decirte algo. Cuanto más rota estás, más le gustas.
—Ya lo había oído antes, ¿sabes? Supongo que eso explica tu estado.
—Que te jodan.
Apartó la mirada al tiempo que murmuraba entre dientes.
—¿Qué?
—He dicho que se acerca tu hora.
Sus ojos escrutaron los míos como si fueran un láser y luego recompuso su expresión.
—Recuérdalo cuando aparezca la próxima perdedora.
—No soy una perdedora —le dije.
Danielle, de espaldas, se limitó a levantar el dedo corazón.
Cuando regresamos, Mitch estaba dando instrucciones de última hora. Nos miró, primero a mí y luego a Danielle, y me pareció que le costaba tomar una decisión.
—Puedo correr —afirmó Danielle, en tono inexpresivo—. Estoy bien. De todos modos, si no llegamos a los regionales, ésta será la última carrera.
Mitch cerró la boca, nos miró a las dos y luego asintió.
—De acuerdo. Danielle, tú marcas el ritmo. Jenna tú la sigues. El resto cubridles las espaldas, y cuando hayáis abierto una brecha, a por todas, ¿de acuerdo?
Cumplimos con el ritual de unir las manos y gritar la consigna del equipo, pero cuando Danielle puso su mano sobre la mía, me atravesó con la mirada y me clavó las uñas, lo bastante para sentir el pinchazo de dolor y el arañazo en la carne. No me aparté ni retiré la mano. Danielle era una aficionada. No había nada que pudiera hacerme que yo no me hubiera hecho antes, mejor y peor.

Ahogada en una grabadora (SINREVISAR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora