29:a

3 0 0
                                    

—¿Crees que no lo sé? —chillé—. ¿Crees que no lo sé?
Había preguntas que no tenían respuesta, al igual que no la había habido cuando mi madre se negó a abrir la puerta a los marines uniformados de azul. Porque verás, Bob... si no podían contárnoslo, Matt era para todos nosotros como una mosca atrapada en una gota de ámbar, una flor inmarcesible conservada en cristal. Si no escuchábamos lo que los marines tenían que decirnos, Matt permanecería atrapado en algún lugar en cualquier otro «cuando», en animación suspendida: vivo todavía durante un poco más de tiempo.
Algo enorme y horrible se rompió en mi pecho y ya no pude seguir soportándolo: el dolor o la pena o las mentiras o las heridas que no se curarían sin importar lo profundos que fueran mis cortes. Puede que todo fuera la misma cosa; sigo sin saberlo, Bob.
Escondí la cara entre las rodillas y me eché a llorar como los niños pequeños cuando su mundo se resquebraja y nada parece ya seguro. Pero el señor Anderson me rodeó con los brazos y me apretó contra su pecho, donde pude oír su corazón. Me abrazó con fuerza, sin soltarme, y me salvó de romperme en pedazos.

29:b

Al final dejó de llover, como siempre pasa, y yo dejé de llorar. No nos movimos. Estábamos de cara al fuego: yo con la espalda apoyada en el señor Anderson y él con un brazo cruzado sobre mi pecho y una mano en mi pelo.
Me sentía agotada, sudorosa, vacía. Quizá debería haberme sentido aliviada —la gente dice que es bueno desahogarse—, pero la sensación era más bien horrible. Tenía la boca seca y con mal sabor, como si hubiera vomitado algo asqueroso. Aunque supongo que, en cierto modo, eso era lo que había hecho.
Lo había echado todo a perder. El señor Anderson había sabido mi secreto desde el principio. Tal vez esperara que yo lo hubiera superado y aquello había sido una prueba para ver si valía la pena invertir energía y tiempo en mí. Durante los dos últimos días debía de haber albergado esperanzas de que yo estuviera mejorando, pero ahora me había puesto en plan dramático y... bueno, un loco es el que hace locuras.
—Lo siento.
La voz me salió ronca. Tenía la lengua hinchada y los labios no me respondían.
—No debería haberte echado todo esto encima.
—¿Por qué lo dices? He sido yo quien ha preguntado.
—Pero ya conocías la respuesta. ¿Estaba en mi...?
—¿En tu expediente? Sí, en el informe del hospital.
—¿Por qué no dijiste nada la primera vez? ¿Por qué dejaste... —«que me comportara como una idiota»— que continuara?
Noté cómo se encogía de hombros.
—No te conocía lo suficiente. Un par de veces sentí deseos de decírtelo, pero seguía pensando que no era quién para dejarte sin eso. Todos tenemos nuestras fantasías, Jenna, pequeñas mentiras que contamos para sobrevivir día tras día. Así que te dejé continuar hasta... hasta que creyera que era el momento adecuado.
Bajo mis manos, su brazo era duro y musculoso, sólido, fuerte y seguro.
—¿Y qué ha cambiado? —pregunté con apenas un hilo de voz.
Me agarró con más fuerza. Hablaba en voz baja y áspera, casi como si supiera que debía detener las palabras antes de que salieran de su boca pero no pudiera, o no quisiera.
—Tú. Yo... lo que sentía...
—Por favor, no me odies.
—Oh, Dios, no te odio, Jenna. Esto no es culpa tuya. Se supone que aquí el adulto soy yo, y no al contrario. No deberías preocuparte por mí.
—Tengo dieciséis años.
—No he dicho que tuvieras doce, he dicho que no era culpa tuya. Yo... —vaciló mientras su brazo se deslizaba alrededor de mi cintura—. Escucha, al principio sólo quería ser agradable, ¿entiendes? Eras nueva y quería que te sintieras cómoda en la escuela y supieras que había alguien de tu parte, un adulto con el que podías hablar sin preocuparte por las notas o por que tus padres se enteraran, ese tipo de cosas. Con la mayoría de chicos resulta muy fácil, pero para llegar a ti se requería trabajo. No sé por qué puse tanto empeño, pero así es. Hay algo en ti...
Su voz se fue apagando.
Yo me colgué de su brazo. El corazón me golpeaba las costillas con tanta fuerza que él tenía que notarlo.
—Cuando era pequeño —continuó—, tendría unos diez u once años, nuestro gato atrapó un gorrión. Tenía un ala destrozada. Yo era un boy scout redomado y había leído cómo podía curarse pegándola al cuerpo del pájaro. Así que lo cogí y lo envolví en cinta adhesiva, bien sujeto. Bueno, pues al cabo de unos cinco minutos, el pájaro cayó redondo. Me puse como loco. Al tocarlo se irguió, y luego lo hizo dos veces más en unos tres minutos. Después de la última, no volvió a levantarse por mucho que lo intenté. Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba muerto. Y hasta un poco más tarde no deduje que lo había matado. Había apretado demasiado la cinta adhesiva, el pobre pájaro se había ahogado y yo era el responsable. No tenía intención de hacerle daño, quería ayudar. Pero, literalmente, mi amabilidad lo mató. Aquella experiencia quedó grabada en mi memoria y juré que, siempre que intentara ayudar, sería muy prudente y nunca volvería hacer daño a nadie ni a nada. Siempre intento hacer lo correcto.
—Yo no soy un pájaro con un ala rota —señalé.
—Sí, lo eres. Sólo que aún no lo sabes. Podría haber dicho algo sobre Matt hace mucho tiempo, pero no me hubieras escuchado. Hubieras echado a correr. De hecho, si lo recuerdas, lo hiciste un par de veces. Supongo que esperaba que, si te concedía algo más de tiempo... Pero entonces vi cómo te trataba tu padre y me enfadé tanto que supe que tenía que forzarlo.
—Pero ¿por qué? —Me volví y nuestras caras quedaron a sólo unos centímetros—. Has dicho que no querías hacerme daño, pero lo has hecho de todos modos. Te has llevado a Matt.
—No he sido yo quien se lo ha llevado, fue un artefacto explosivo casero. Me he deshecho de su fantasma para que por fin pudieras ver.
—¿Ver qué?
—A mí, Jenna —respondió—. Para que me vieras a mí. Y entonces pudieras darte cuenta de que no eres la única que está sola.

Ahogada en una grabadora (SINREVISAR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora