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Me diagnosticaron una conmoción cerebral leve y un esguince en el tobillo izquierdo. El médico de urgencias suturó un corte justo por encima del tobillo derecho, y luego añadió un raíl de grapas. Era amable y bastante profesional. Me preguntó por los implantes pero no por las demás cicatrices, aunque las revisó cuidadosamente; me exploró el vientre y las caderas con las manos enguantadas y tiró de la piel, probablemente para comprobar si había alguna reciente. En tal caso, habría tenido que informar al servicio de psiquiatría.
Mitch entró una vez. Tenía la piel del rostro tensa. Me preguntó si recordaba lo que había ocurrido y le respondí que no lo sabía, lo cual era, en su mayor parte, cierto. Dijo que, por cómo me tambaleaba, parecía que me hubieran empujado, pero corríamos tan rápido y tan cerca que los árbitros no podían estar seguros y habían concluido que fue un accidente. Le contesté que probablemente tuvieran razón.
—¿Estás segura?
Si parpadeaba, se le iba a rasgar la piel.
—¿Absolutamente segura? ¿No pasó nada más?
—Nada. Nos enredamos sin querer. Íbamos muy pegadas. —Eso era verdad—. Debería haber tenido más cuidado. Ha sido un accidente. Lo he fastidiado.
—No —replicó, y apretó los labios—. No. No dejaré que vuelva a hacerte daño. No puede seguir haciendo esto, ella...
Giró sobre sus talones sin acabar la frase y apartó la cortina con tanta violencia que las anillas metálicas tintinearon. Danielle y David estaban dos camas más allá. Oí el rapapolvo de Mitch y la respuesta ahogada de ella; David dijo algo que no pude entender. Pero sí recuerdo la voz lastimera y el llanto de Danielle; después de eso, Mitch murmuró algo y David permaneció en silencio. Al final los dejó solos.
Llamaron a mis padres y a los de Danielle y les explicaron que no estábamos muertas ni nada parecido. Puesto que nos habíamos desplazado en autocar, los médicos no veían ningún inconveniente en que regresáramos a casa del mismo modo. No sé lo que hizo el padre de Danielle, pero Pisco-papi se mostró pedante con el personal de urgencias. Creo que había llegado a la conclusión de que tenían que someterme como mínimo a cirugía cerebral exploratoria. Me hicieron una resonancia magnética, a pesar de que el médico de urgencias me dijo que era totalmente innecesario, pero supongo que quería evitarse más problemas con mi padre. Así que eso nos entretuvo un par de horas más. Si no hubiéramos estado en Wasau, creo que la mayoría de los padres habrían venido a llevarse a sus hijas. Cuando nuestro autocar tamaño hobbit aparcó frente a la puerta del hospital y nos sacaron a Danielle y a mí en silla de ruedas, se había hecho de noche, hacía frío y viento, y nevaba.

Durante el largo trayecto de vuelta, nadie habló demasiado. Danielle se sentó delante, a la izquierda, con la pierna derecha apoyada en el regazo de David y una bolsa de hielo en la rodilla que le habían vendado. Llevaba incluso muletas. (A mí, en cambio me dejaron cojear hasta el autocar, cuando de hecho era yo la que había sangrado.) Mitch se sentó detrás. Yo tenía un asiento para mí sola y me quedé dormida un par de veces, pero la chica del otro lado del pasillo no dejaba de despertarme porque había oído que era mejor no dormirse cuando habías sufrido una conmoción.
Aunque David la había llevado a la escuela en su coche, los padres y el hermano de Danielle estaban esperándola en el aparcamiento cuando el autocar apareció por fin a las diez. Su padre era una mole con unos dedos enormes y muy gruesos. En cuanto el autocar se detuvo, empezó a golpear las puertas y subió como un matón, ignorando a todo el mundo: a Danielle, cuando le dijo que podía caminar; a David, que intentaba explicárselo; a Mitch, que se acercaba por el pasillo.
—Estamos bien; estamos bien —ladró el señor Conolly.
Cogió a Danielle en brazos como si no pesara nada, lo cual era más o menos cierto. David les siguió con las muletas y entonces Mitch pasó corriendo junto a mi asiento, pisándoles los talones. A través del cristal empañado vi que el señor Conolly le entregaba a Danielle a su hermano y luego recogía las muletas de David, como si fuera un criado. Éste dijo algo, pero el señor Conolly agitó la mano en el aire para hacerlo callar y estaba alejándose cuando Mitch les dio alcance.
Si Mitch se hubiera mantenido al margen, la cosa hubiera terminado en ese punto. Pero no podía hacerlo —no antes, no entonces ni tampoco después—, así que todos vimos lo mismo.
Mitch colocó una mano sobre el hombro del señor Conolly y dijo algo. El qué, no pude oírlo. Pero por el modo en que el señor Conolly irguió repentinamente la espalda, estaba claro que se trataba de un aguijón que se le había clavado con fuerza. De pronto se dio media vuelta, plantó las manos en el pecho de Mitch y le empujó.
«Mitch. —Ahogué un grito al tiempo que el corazón se me subía a la garganta—. Mitch, no».
—¡Joder! —exclamó una voz desde el autocar.
Mitch trastabilló. De no ser porque se agarró a la puerta del coche, se habría caído. El señor Conolly se le echó encima y empezó a chillarle muy cerca de la cara mientras le hundía sus gruesos dedos en el pecho y apretaba el puño a escasos centímetros de su nariz. Mitch era alto, pero su oponente era un tipo fornido y no estaba segura de que pudiera con él.
Nadie hizo nada por ayudar. El hermano de Danielle permaneció a un lado mientras se secaba una y otra vez los labios con el dorso de la mano, como si no pudiera librarse de un mal sabor de boca. Un puñado de padres saltaron como un resorte de sus coches, pero nadie se movió, ni siquiera Mitch. Se quedó de pie y dejó que el señor Conolly le gritara. Creerás que estoy loca, Bob, pero por un segundo pensé que quizá Mitch deseara recibir ese puñetazo. Como si pensara que era mejor que se lo propinara a él y no a otra persona, como Danielle o David.
Mitch sólo se movió cuando David intentó por fin interponerse. El señor Conolly pivotó con el codo flexionado, listo para soltar un gancho de revés. Fue entonces cuando Mitch levantó con rapidez las manos y agarró la muñeca del señor Conolly, cuya cara de toro se frunció en una mueca. Por un segundo creí que iba a recibir el puñetazo.
En ese momento, Danielle se asomó por la ventanilla del coche y le gritó algo a su padre. No sé qué le dijo, pero hizo que se le pasaran de repente las ganas de pelea. Se deshinchó como un globo y retrocedió para apartarse de Mitch. Luego miró a su alrededor y, al levantar la vista, nos descubrió acechando desde el autocar. Giró sobre sus talones, se metió en el coche, cerró de un portazo, le gritó algo al hermano de Danielle y se marcharon.
Mitch y David les contemplaron mientras se alejaban: Mitch, con expresión pétrea; David, al borde de las lágrimas. Al cabo de un par de segundos, Mitch rodeó a David por los hombros como lo haría un entrenador que quiere consolar a un chico que ha fallado el touchdown decisivo. O un padre incapaz de soportar el sufrimiento de su hijo.

Ahogada en una grabadora (SINREVISAR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora