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Se llamaba señor Anderson y era el profesor de química, mi octava clase del día. De vuelta en el aula, me tendió un montón de toallas de papel y señaló hacia un cuarto trasero:
–Hay un lavamanos. Y mucho jabón. Tómate tu tiempo.

El cuarto era una especie de despacho con un par de ordenadores, una cafetera, una campana extractora y un corto pasillo que conducía a más puertas y a un almacén con estanterías alineadas llenas de productos químicos. La música se elevaba desde un altavoz Bose que ocupada el alféizar.

La falda caqui con tanto esmero que había preparado el día anterior
lucía una mancha oscura justo sobre la entrepierna. Tenía un salpicón del tamaño de un puño estampado en la blusa.
Incluso después de secar la ropa, iba a parecer y a oler como si me hubiera bañando en una cafetera. Genial. Al menos mis zapatos de lona eran de color azul oscuro.

En el lavamanos había una pastilla de jabón. Me limpié los brazos, me refresqué la cara y luego me miré en un pequeño espejo que colgaba de la pared. Tenía los ojos hinchados y rojos, como si alguien me hubiera lanzado un puñado de arena, pero por lo demás no ofrecía mal aspecto.
¿Y ahora qué? Dios, sentí tanta vergüenza... Tal vez pudiera esconderme allí hasta que sonara el timbre y...
–¿Va todo bien ahí detrás? –gritó el señor Anderson desde el aula–. ¿Necesitas algo más?
«¿Qué tal una vida nueva?»
–No, gracias, estoy bien. Enseguida salgo.
«Venga.» Me recogí un mechón de pelo de la frente con un pasador, me colgué la noche la del hombro y soplé, como solía hacer antes de una carrera importante. «Sólo es un profesor; no te va a morder. Sólo tienes que pedirle disculpas y marcharte.»

El señor Anderson estaba de nuevo junto a las ventanas, en una cuña de sol brillante, sorbiendo café de una taza con carátula de  Expediente X. Al oírme, alzó la vista y sonrió.
–¿Mejor?
Asentí, incapaz de hablar, mientras las palabras que había pensado se estrellaban contra mis dientes.
La cara del señor Anderson era delgada pero cuadrangular, con los pómulos altos, un hoyuelo apenas sugerido en la barbilla y una frente ancha enmarcada por unos rizos gruesos y oscuros. Sus ojos eran de un extraordinario azul mar brillante, como hielo antiguo, y tenía la piel bronceada por el sol.

–Gr-gracias –acerté a decir al final–. Siento... siento haber montado este lío.
–No te preocupes. Has tenido suerte que el café no estuviera caliente. Mientras te estabas lavando, he limpiado el pasillo.
Harley tendrá una cosa menos de la que quejarse.
–Levantó la taza–. ¿Quieres uno?
–No –respondí, y luego pensé que sonaba grosero, así que añadí–: en realidad no me gusta el café. Ha sido idea de mi madre.
–Una mujer inteligente. El café es el elixir de la vida. –Vaciló–.
Oye, esto... sobre lo de antes... lo que estaba haciendo...

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–No pasa nada –respondí rápidamente–. En serio.

El alzó una mano.
–Deja que me disculpe, ¿Vale? Sólo quería decirte que siento haberte asustado. Creo que me has pillado. Está claro que no esperaba que hubiera nadie a estas horas.

El modo en que dejó los ojos en blancos me provocó una risita tonta, y él también sonrió. Tenía los dientes cuadrados y muy blancos, y una bonita sonrisa.

–Así está mejor. Estoy entrenando porque he perdido un poco la forma; en verano no hay problema, pero en cuanto empiezan las clases, tengo que sacar tiempo de donde sea. ¿Tú corres?
–Antes hacía cross –dije.
Me pregunté por qué le estaba contando aquello. Quizá porque había sido amable conmigo. Podría haberme mandado de vuelta escaleras abajo.
–¿De verdad? ¿Cuál es tu marca en los cinco kilómetros? –Le contesté, y él emitió un gruñido de admiración–. No está mal.
¿Has corrido media distancia? ¿Quinientos u ochocientos?
–No; de hecho hace tiempo que no corro. Es decir, que no entreno. En cualquier caso, sólo me gustaba correr. Me gusta... la velocidad.

Ahogada en una grabadora (SINREVISAR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora