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Me quedé paralizada.

Literalmente. Congelada a media zancada, con una bota por encima de la nieve y la otra todavía clavada en el hielo, los brazos pegados a los costados como debería hacer todo buen corredor.
Plop.
¡Crac!
Entonces se oyó un gemido largo y chirriante, como el de Mitch cuando jadeaba arrebatado dentro de mí, un sonido que nacía en lo más hondo de la garganta y que se alargó y se alargó y se alargó...
——Ooooooooooooohhh...
Algo salió de mi boca, una exhalación aguda e inarticulada; e incluso ahora pienso que sí, que sonaba como cuando Mitch y yo estábamos juntos, y por un brevísimo instante, me encontraba en otra parte, una en la que sólo me definían los brazos de Mitch estrechándome con fuerza, con mucha, mucha, fuerza.
Crac. Crac. Crac.
Me daba miedo moverme. Los músculos me temblaban. Era incapaz de respirar.
—Jenna.
Mitch parecía estar más cerca. ¿Se había metido también en el hielo? Estaba demasiado asustada para atreverme a bajar el pie, y ni siquiera me planteaba la opción de volverme para mirarle.
—Jenna, cariño, escúchame, haz exactamente lo que te diga.
—¿Mitch?
Tenía la cara bañada en sudor. Cerré los ojos y tragué saliva. Me pregunté si el agua helada quemaría. Me pregunté si esta vez sufriría una muerte rápida. Mi voz se elevó un tono:
—¿Miiitch?
—Estoy aquí, Jenna. A cinco metros. No dejaré...
—No me abandones, Mitch, ¡no me abandones!
—No te abandonaré, mi vida. Te amo; nunca te abandonaré. Pero tienes que escucharme. ¿Me estás escuchando?
—Sí. —Mi cara se cubrió de lágrimas de miedo, de amor, de alivio—. Sí, te estoy escuchando.
—El hielo es demasiado fino. Tienes que volver por donde has venido, ¿de acuerdo? Muévete hacia mí, Jenna, y luego saldremos juntos del hielo, ¿vale?
—Sí.
Tragué saliva y cogí aire mientras el hielo crujía.
—Vale.
—Baja el pie, cariño... poco a poco... así, muy bien, muy bien, mi niña. Ahora quiero que te tumbes, Jenna.
Mi voz se convirtió en un resuello:
—¿Tumbarme?
—Sí, túmbate boca abajo, extiende al máximo brazos y piernas y luego da media vuelta.
—Mitch, no creo... —dije tragando saliva—. No creo que pueda.
—Tienes que hacerlo, cariño. Por favor. No hay otro modo. Hay que redistribuir tu peso para que el hielo pueda soportarlo. Luego te vuelves y te arrastras hasta aquí, ¿vale? Vamos, puedes hacerlo.
Las rodillas estaban a punto de fallarme. El hielo crujió y gimió. Me castañeteaban los dientes y el cuerpo entero me temblaba como si nunca más fuera a entrar en calor; exactamente igual que se había sentido Mitch en el abismo de Rubicon Point. Aun así, hice lo que me pedía: primero apoyé las rodillas, luego las piernas y finalmente quedé tendida boca abajo, con los miembros extendidos en la nieve. Ahora distinguía las grietas en el hielo, que irradiaban desde mi cuerpo en todas direcciones. Bajo mi abdomen, la superficie gimió.
—Buena chica —dijo Mitch—. Ahora da media vuelta muy, muy... despacio, cariño, despacio... Estoy aquí, no voy a marcharme a ninguna parte, no tienes que apresu...
Crac.
Ahogué un gemido. Había conseguido dar media vuelta. Mitch estaba a menos de diez metros, tendido sobre el abdomen y desprendiéndose del abrigo a cámara lenta, mientras apoyaba con cuidado el peso primero en un lado de la cadera y luego en el otro, pero el hielo crujía y restallaba con cada movimiento. Distinguí con horror la misma constelación de grietas a su alrededor y me di cuenta de que también se estaba partiendo y separando bajo su cuerpo.
Y Mitch pesaba más que yo.
—Mi-Mi-Mitch —jadeé—. El hi-hielo.
—Lo sé, cariño. No te preocupes —contestó sin alterar la voz.
Pero su rostro lo delató. Había visto a Mitch feliz, tierno, extasiado, triste y, no hacía ni cinco minutos, culpable y lleno de remordimientos. Pero nunca, nunca le había visto muerto de miedo.
—Cuando te lance el abrigo, alarga el brazo todo lo que puedas y agárralo. ¿Crees que puedes descalzarte las botas?
—¿Mis b-b-b-b...?
—Sí. Pesan demasiado, y el anorak también. Si caes al agua, no sé si podré sujetarte.
No dijo que podía arrastrarlo conmigo. No era necesario.
Me esforcé por descalzarme las botas, pero cada vez que movía el brazo hacia atrás, el hielo protestaba y Mitch me pedía que me detuviera.
—Pero si el hielo se rompe —empecé— no podrás...
—No te soltaré, Jenna. No te preocupes, te lo prometo —me interrumpió.
El sol había asomado entre los árboles y me calentaba la espalda, lo que significaba que también calentaba la nieve y el hielo. Mitch se pasó la lengua por el labio superior. El sudor le rodaba por las mejillas.
—Muy bien, cariño, tenemos que movernos ya. Vamos, acércate a mí y yo me acercaré a ti. Llegaremos...
Crac. Plop.
—Llegaremos a la orilla enseguida.
Hice lo que me decía, con los puños cerrados sobre la manga de su abrigo de piel de borrego, el abrigo que tanta seguridad y calor me había proporcionado y que conservaba su olor... y al que había renunciado por mí, sin dudarlo, como había hecho siempre y siempre haría.
«Estoy aquí, Jenna. Mírame. Justo frente a ti».
«Eres todo lo que veo, Mitch. Eres todo lo que veo».
Nos arrastramos sobre nuestros estómagos y retrocedimos centímetro a centímetro, pero lo hacíamos con mucha lentitud, ¡demasiada! La intensa luz del sol golpeaba nuestras espaldas y bañaba el lago, y entonces el hielo empezó a hablar: un tintineo constante, chasquidos y crujidos, como un cristal quebradizo bajo el golpeteo de un martillo. Mitch mantuvo un ritmo constante —yo lo estaba haciendo muy bien, muy bien, todo iba a salir bien—, pero su respiración se aceleró y distinguí el timbre de su miedo. Avanzamos a duras penas tres metros, luego seis, pero la orilla parecía retroceder y, mientras tanto, el hielo seguía resquebrajándose.

Entonces Mitch se movió... y vi cómo la nieve y el hielo se combaban, se rompían, y se doblaban bajo su cadera.

—¡Mitch! —grité entrecortadamente—. Mitch, ¡quieto!
—Oh, mierda.
Cerró los ojos y dejó caer la cabeza sobre la nieve. Su espalda se elevó cuando respiró profundamente y, al alzar la cara de nuevo, vi cómo luchaba contra el pánico para intentar recuperar el control. Trató de retroceder apoyándose en el otro lado de la cadera, pero se oyó un crac más acentuado y luego algo parecido al sonido de las ramas secas al astillarse bajo una bota. El cuerpo de Mitch se quedó inmóvil y sus caderas empezaron a hundirse a medida que el hielo cedía.
Y, de repente, el agua lo inundó todo: oscura como la sangre, se escurría sobre la nieve, manaba de las grietas bajo el cuerpo de Mitch y se extendía con rapidez.
—Ooh, Dios.
Mitch me miró.
—Escúchame, Jenna. Cuando me hunda...
—No, no vas a...
—Cuando me hunda —repitió—, a menos que haya una placa o algo a lo que pueda agarrarme, tienes que soltarme.
—No. Mitch, no, no, no puedo, ¡no lo haré!
—¡Tienes que hacerlo! —gritó.
Entonces me di cuenta de que el sudor que había pensado que cubría sus mejillas eran en realidad lágrimas.
—Jenna, yo no seré capaz; me dejaré llevar por el pánico y no seré capaz de soltar el abrigo. Tienes que hacerlo tú, pase lo que pase. ¿Lo entiendes? Peso demasiado y no podrás sujetarme, cariño; esta vez no. Te mataría también a ti.
—Mitch, no.
Me eché a llorar otra vez.
—Mitch, no me pidas que lo haga; no puedo dejarte morir...
—Jenna, por favor, cariño, tienes que hacerlo, tienes que sol...
De repente, el hielo que lo rodeaba empezó a hacerse añicos, como una fina lámina de cristal. Luego se oyó un profundo «splash», las fisuras se agrandaron y el hielo cedió.
Y entonces el lago chilló con un grito agudo y chirriante de bisagra oxidada, de metal mohoso. El hielo bajo su cuerpo se partió con un staccato , como el repiqueteo de una metralleta: «¡Crac-crac-crac-crac-crac!».
Nuestras miradas se encontraron.
—Jenna —dijo Mitch, poniendo su vida entera en esa palabra.
Entonces, en el intervalo entre un latido y el siguiente, la delgada capa de hielo —esa frágil membrana que le mantenía a flote y en mi mundo— se hundió.
Y un momento después... yo también.

Ahogada en una grabadora (SINREVISAR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora