42:a

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 Tuve que tragarme primero la previsión del tiempo, comentada por un tipo obscenamente alegre llamado Brian que pronosticaba frentes de frío ártico y más nieve para la semana siguiente. Los presentadores intervinieron en el acto, planteando preguntas absurdas cuyas respuestas ya conocían: «Brian, seguro que hay un montón de amantes de las motos de nieve ansiosos por que llegue. ¿Qué puedes decirnos de los lagos y los ríos?». Y daban paso a Brian para que pudiera advertirnos sobre la engañosa apariencia del hielo y los peligros que entraña pisar capas demasiado finas, bla, bla, bla.
La tienda de mamá era la noticia principal. Mostraron imágenes aéreas del incendio —un enorme y turbulento infierno— y luego otras tomadas a nivel de tierra; desde ambas perspectivas, se percibía que no quedaba más que un esqueleto carbonizado. Lo único que había salvado los otros locales de la manzana eran el frío y la nieve derretida que había mojado los edificios vecinos e impedido que ardieran.
La noticia sobre Danielle y David venía a continuación. Escuché con atención, intentando serenarme. Creí entender que David había recogido a Danielle en su casa el miércoles y luego ambos habían desaparecido. Sencillamente, se habían desvanecido. Los reporteros habían deducido la posibilidad del pacto de suicidio a partir de las palabras de una de las amigas de Danielle —la reconocí de la escuela—, quien explicó que Danielle le había comentado que tal vez no regresara después de Acción de Gracias.
—«La policía ha interrogado a profesores y alumnos del instituto Turing en busca de cualquier información que permita dar con los adolescentes desaparecidos. Aunque es demasiado pronto para especular sobre su paradero, fuentes anónimas han revelado a Canal 4 que la señorita Conolly efectuó una llamada a los Servicios de Protección al Menor hace sólo dos semanas. Según se informa, renunció a presentar una queja específica».
Entonces el señor Connolly apareció en pantalla, de pie ante la puerta de su casa.
—«Todo lo que tenemos que decirle a Danielle es: "Cariño, te queremos; vuelve a casa, podemos solucionarlo"».
Gritos de los periodistas congregados. Capté unas palabras: «alegaciones de abuso».

—«Sin comentarios» —contestó el señor Connolly con el semblante gélido de un abogado.
Nuevo plano de los presentadores.
—«Los Servicios de Protección no quieren hacer declaraciones. La policía está llevando a cabo sus investigaciones. En otro ámbito de cosas...»

42:b

Un silencio largo, larguísimo. Y luego:
—¿Qué? —Su desconcierto parecía genuino—. ¿Qué? ¿De qué estás hablando? Jenna, ¿qué estás diciendo?
—Estabas tan furioso como para matarla. Eso fue lo que dijiste.
—Era una forma de ha...
—¡Estaba en tu casa! ¡Contestó al teléfono! ¡Y también en nuestra cabaña! —grité—. ¡La he visto! Pero ahora ya no está, ¿a que no? Se habrá marchado, porque te esperaba. Conocía el lugar, ¡y la única forma que tenía de saberlo es que tú la hubieras llevado allí!
—Oh, Dios mío. Piensas que... —aspiró con fuerza—. Jenna, cariño, Jenna, no, no es así. No lo entiendes.
—¡Deja de decir eso! Lo entiendo muy bien, y cuando encuentre la prueba, ¡cuando la encuentre...!
Creo que le oí gritar mi nombre, pero pulsé el botón de finalizar llamada. El móvil empezó a sonar de nuevo al instante, pero lo ignoré.
Cuando aparqué en el camino de entrada de la casa de Mitch, llevaba diez minutos sin sonar. Estaba segura de que ya había subido a su coche y se dirigía a casa, pero le llevaba ventaja. Lo último que hice fue marcar el número que leí en una tarjeta de visita. El timbre sonó una, dos veces, y entonces:
—Detective Pendleton.
—Soy Jenna Lord.
Te di la dirección y añadí:
—Venga rápido.
Y dejé el móvil encendido en el asiento delantero. Te oí maldecir, Bobby, pero no podía dedicarte más tiempo. Aunque he visto suficientes capítulos de CSI y NCIS para saber que no tardarías en encontrarme.

42:c

La nieve estaba dura. Había muchas huellas de pisadas que recorrían el camino de ida y vuelta a la cabaña desde la última vez que había estado allí. Aunque me pareció que había transcurrido un siglo desde entonces, en realidad habían pasado sólo dos días. El caso es que me vino bien, porque no llevaba las raquetas.
La primera cosa en la que me fijé al rodear la curva y ver la cabaña fue la ausencia de humo. Bueno, eso no significaba nada. Puede que Danielle no hubiera encendido el fuego. Pero a través de las ventanas sólo se veía oscuridad y la cabaña parecía tan desierta como la casa de Mitch. ¿Qué quería decir eso? ¿Habían pasado Danielle y David la noche del miércoles en la cabaña para marcharse el jueves o el viernes? ¿O había ido Danielle a ver a Mitch y él...? Tal vez sí fuera un vagabundo... No, sabía que no era cierto, porque Mitch no había negado la presencia de Danielle en la cabaña. ¿No?
¿Le había dado margen suficiente?
La llave seguía en la jarra. La cogí, la encajé en la cerradura y la hice girar. La cabaña olía a sopa de tomate y melocotones. Había platos escurridos en la encimera, dos cuencos, dos cucharas, dos tazas y una sartén. ¿Danielle y David? ¿Danielle y Mitch? ¿Mitch y...?
La cama estaba hecha, pero de forma descuidada, no como la dejábamos siempre nosotros. En el baño de arriba había dos toallas colgadas sobre la mampara de la ducha, un bote de champú Herbal Essences con aroma a melocotón vacío y un amasijo de pelo rubio en la papelera, probablemente procedente de un cepillo. Danielle era rubia. Saqué los cabellos de la papelera con ayuda de un trozo de papel higiénico y luego pensé que tenía que guardarlos en algún sitio donde no se dañaran. «Un sobre», se me ocurrió, y volví abajo.
Me detuve frente a la chimenea. Quienquiera que la hubiera encendido por última vez había utilizado papel de periódico. Aún quedaba una sección junto al hogar y me agaché para comprobar la fecha: miércoles, la víspera de Acción de Gracias.
El día en que Danielle y David habían desaparecido, el día antes de que yo viera la cara en la ventana.

42:d

El cajón del escritorio estaba cerrado con llave. Dudé medio segundo y luego saqué el cuchillo de los besos del bolsillo de los tejanos, donde lo había guardado justo antes de salir del coche. Metí la punta en la cerradura y la moví de un lado a otro sin muchas esperanzas. No pasó nada. Tal vez pudiera hacer palanca. La hoja era muy fina y se deslizó con facilidad a través de la estrecha ranura que quedaba entre el cajón y el escritorio. Recordé haber leído en un libro que los ladrones utilizan tarjetas de crédito para bajar la lengüeta de las cerraduras. Con suerte funcionaría y...

Clic.
El cajón cedió y se abrió, el escritorio vibró y la pantalla del ordenador de Mitch cobró vida. No me había dado cuenta de que el ordenador estaba encendido. El fondo de escritorio era un paisaje subacuático: protuberantes corales y un arcoíris de peces. Había un programa en funcionamiento: Firefox. Lo maximicé. La ventana se expandió y...
—Dios mío —susurré.
«Tienes edad suficiente para abortar en Illinois. —Me había dicho Mitch—. Pero no en Wisconsin, Minnesota o Michigan».
Él lo sabía.
La lista de clínicas de Illinois estaba frente a mis ojos.

42:e

Clínicas abortivas.

Dios mío.
Había dejado embarazada a Danielle y después... ¿qué? ¿Ella le había amenazado? La forma en que el señor Connolly había acercado su cara a la de Mitch... Dios, ¿lo sabía? No, no, un momento, aquello no podía ser cierto. El señor Connolly era abogado. ¿Acaso no habría acudido a la policía? Pero ¿por qué otra razón iban Mitch o Danielle, porque ahora sabía que ella había estado en la cabaña, a buscar un listado de clínicas abortivas?
«Me dijo que me metiera en mis asuntos —había explicado Mitch—. Que no es lo bastante mayor para saber lo que quiere».
De aquellas palabras no parecía desprenderse que Mitch fuera el padre... pero yo ya no sabía qué creer.
Inspeccioné el resto de carpetas del escritorio. Contenían esquemas para las lecciones de clase y para las pruebas de laboratorio de química y de biología. Una carpeta etiquetada como «Programas de entrenamiento para el equipo de cross », otra para los de atletismo en pista y una tercera con trucos para preparar el Ironman.
Entonces me fijé en una carpeta situada en la esquina inferior izquierda etiquetada con una inicial: J.
«No. —Me quedé mirándola durante mucho, mucho tiempo—. No lo hagas, vete, sólo vete...»
Pulsé dos veces sobre el icono y la carpeta se abrió.

42:f

Contenía documentos de texto, imágenes y un archivo PDF. Recordé la cámara digital que Mitch guardaba en su escritorio, en la escuela, pero abrí antes el PDF porque la fecha era anterior.
«Informe de alta: Jenna Meredith Lord».
Rebecca se limitaba a exponer los hechos, sin florituras. Estaba mi diagnóstico: «depresión severa, con rasgos psicóticos, en remisión; síndrome de estrés postraumático» y unos cuantos más, ninguno de ellos halagüeño, estoy segura. Detallaba mi historia hasta el momento del ingreso, la evolución del tratamiento y algunas recomendaciones.
Enseguida vi qué era lo que faltaba.
«Claro que sabía lo de Matt —había dicho Mitch—. Estaba en tu informe de alta».
No, Mitch.
No estaba.

Ahogada en una grabadora (SINREVISAR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora