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Cuando llegó el viernes, me sentía como si el señor Anderson y yo lleváramos meses juntos, en lugar de sólo unos pocos días. Habíamos establecido nuestra propia rutina: correr por las mañanas, una ducha y desayuno. (El señor Anderson decidió que debíamos mantenernos alejados del local de Adelaide; no estábamos haciendo nada malo, pero ¿qué necesidad había de buscarse quebraderos de cabeza?) A mí no me importaba. El hecho de cocinar juntos me hacía sentir como en casa, como si por fin perteneciera a un lugar. Él me enseñó a hacer una tortilla, y yo le expliqué cómo preparar salchichas con puré de patatas. Hablábamos mucho, sobre todo de él, de su familia. No me hacía demasiadas preguntas sobre dónde había pasado el último año o sobre qué había querido decir Psico-papi, como si entre nosotros existiera un acuerdo tácito. Si yo quería hablar, podía hacerlo. Si no, no importaba.
Por otro lado, había temas sobre él que siempre eludíamos: su matrimonio, su esposa. Asuntos sobre los que unas veces tenía verdaderas ganas de saber y otras no tanto, porque hablar de ella le recordaría que, probablemente, no necesitaba a una amiga como yo.
Después visitábamos algún museo, almorzábamos y entrábamos en otro museo; o dábamos un paseo y luego tomábamos café y pasteles, como decía el señor Anderson que hacen en Europa. De niño, había viajado por varias ciudades con su familia, y lo que más recordaba era el modo en que la gente se tomaba su tiempo y disfrutaba la vida. Antes de licenciarse, su padre le dejó pasar un verano entero en Italia, probablemente para intentar reconciliarse con él después de haberle obligado a abandonar Stanford. El señor Anderson opinaba que la mejor parte del día era la última hora de la tarde, cuando podía sentarse en cualquier plaza y tomar una grapa o una taza de café y un bollo mientras contemplaba a la gente y, quizá, inventaba historias sobre ellos. Si veía a un muchacho que no dejaba de mirar el reloj, pensaba que tal vez estuviera esperando a su novia. El señor Anderson afirmaba que podía deducir qué parejas iban a permanecer juntas por lo cerca que se sentaban y observando si comían uno del plato del otro, porque eso es algo que sólo se hace cuando confías plenamente en alguien. Prestaba verdadera atención a detalles como ése.
A veces, después del café, regresábamos a su casa y paseábamos alrededor del lago. Entonces me sentía en paz, como si el lago, la casa y la tierra fueran un mundo aparte, sólo para nosotros dos. Me gustaba ver cómo el paisaje cambiaba al anochecer: los bosques y los campos adquirían una tonalidad grisácea, el aire se volvía cortante, húmedo y lo bastante frío como para que camináramos muy juntos, mientras nuestros brazos se rozaban de forma inesperada haciendo que me resultara difícil respirar. El mundo se desvanecía, el gorjeo de los pájaros se apagaba y el día —y lo que yo era a la luz— se deslizaba hacia la noche.
Y lo que nosotros éramos se desdibujaba hasta quedar reducidos a sombras, fantasmas de las personas que una vez fuimos. A veces nos deteníamos en la orilla opuesta y contemplábamos su casa, las ventanas incendiadas con una luz tan intensamente amarilla que su reflejo reverberaba en el agua.
Una vez, el señor Anderson dijo en voz muy baja:
—Es como mirar otro país desde un lugar muy lejano.
No estaba segura de qué quería decir, pero sonaba triste, como el día en que habló de cómo puedes mirar a alguien sin ver que está a punto de ahogarse, porque el agua parece estar en calma. Sentí deseos de alargar la mano y tomar la suya, demostrarle que estaba allí para ayudarle. Pero no lo hice.
Sin embargo, estaba encantada con todo, con cada momento. Me gustaba que el señor Anderson tuviera siempre toallas limpias para mí y que me prestara una de sus viejas batas. Siempre dejaba que me duchara primero. Luego, mientras él lo hacía, yo me envolvía en la bata, me tendía en la cama de la habitación de invitados y escuchaba el distante zumbido del agua. A veces me permitía imaginar sus músculos húmedos y brillantes, su piel bronceada bajo la ducha, aunque no visualizaba la imagen completa, no sé si me entiendes, Bob. Pero... casi. Lo suficiente para que me resultara difícil soportar el contacto de la bata con mi piel. Lo suficiente para imaginarme entrando en su cuarto de baño, dejando que la bata me resbalara por los hombros y entonces, de algún modo, él me vería y me dejaría mirarle mientras el agua le acariciaría el cuerpo, y habría un espejo y mi piel se tornaría incólume y blanca, sin cicatrices, sin injertos, y yo me metería bajo el agua con él y...
Y entonces, por unos segundos —en mi mente—, me sentía casi hermosa.

Ahogada en una grabadora (SINREVISAR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora