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El martes amaneció más frío, pero aún sin nubes. Corrimos por la propiedad del señor Anderson, una vuelta en el sentido contrario a las agujas del reloj desde su casa, bordeando el lago, y luego en dirección oeste a través de los bosques hacia Faring Park. Tal como había prometido, el señor Anderson me cronometró en carrera continua: quince minutos a ritmo lento, veinte apretando al máximo y luego quince más a trote ligero. No intercambiamos palabra. El señor Anderson dijo que eso me impediría prestar atención a las sensaciones de mi cuerpo cuando me acercara al límite, y que tenía que aprender a reconocerlas.
—Debes saber reconocer cuándo a tu cuerpo le queda todavía un último empuje. La victoria es una combinación de habilidad, determinación y estrategia. No serás capaz de ganar a menos que sepas cuándo apretar el gatillo.
No tenía ningún interés en saberlo; me sentía feliz por el mero hecho de estar al aire libre. La sesión fue mejor que la del día anterior: en el aire cortante flotaba un aroma a enebro y abeto. Sentía el cuerpo reluciente y poderoso, como una pantera deslizándose sobre la tierra, corriendo a través del bosque.
La ruta de vuelta nos llevó hacia el sureste y luego al norte, alrededor del montículo más alto del lago. Para entonces eran ya más de las nueve y pude distinguir el agua entre los árboles, su superficie brillante como la mica, ahora que la neblina matutina se había levantado. Entonces reparé en una serpenteante pista secundaria bordeada de hierbas aromáticas y alerces que llevaba hasta el lago. Los rayos de sol se filtraban entre las ramas de los árboles y me pareció entrever el brillo de un cristal. Recordé las imágenes de Google Earth, en las que se distinguía una pequeña cabaña entre los bosques.
De vuelta en la casa, había toallas limpias en el baño de invitados y zumo de naranja en la cocina. Después nos dirigimos a una granja a diez minutos de Faring Park, ahora convertida en un acogedor bistró en el que había una vitrina con pan y bollos artesanales y una pequeña cocina. Cuando abrimos la puerta, sonó una campanita. La mujer que había detrás del mostrador alzó la vista.
—Mitch —saludó, y después sus ojos grises se movieron hacia mí—. ¿Una de tus chicas?
El modo en que pronunció la palabra «chicas» me incomodó. El señor Anderson se limitó a soltar una risita y colocar una mano protectora sobre mi hombro, como un entrenador.
—¿Qué pasa, Adelaide? ¿Estás celosa?
Ella resopló.
—Soy veinte años demasiado mayor para eso. ¿No estáis a punto de finalizar la temporada?
—Nunca es demasiado tarde para sumar a una gran corredora al equipo. Adelaide, Jenna. Jenna, ésta es Adelaide, la mejor cocinera del condado y una chismosa rematada.
—Hola —dije—. Encantada de conocerla.
—Eso lo dudo mucho. Por otra parte, Mitch tiene razón: soy la mejor cocinera del condado. —Adelaide le dedicó una leve sonrisa al señor Anderson—. ¿Cómo está Kathy?
—Bien. Está otra vez en Minneapolis, visitando a su padre —respondió él.
Adelaide desvió entonces el tema hacia el cáncer y la larga agonía que había padecido su padre.

A continuación pedimos, llenamos unas gruesas tazas blancas de café y nos dirigimos a un pequeño comedor. Un alegre fuego chisporroteaba en una chimenea de piedra. Aparte de dos tipos con mono de trabajo sentados a la mesa más alejada, junto a la ventana, éramos los únicos clientes. Llevamos los cafés a una mesa dispuesta frente a la chimenea.
Durante unos incómodos segundos no dijimos nada, y creo que fue entonces cuando tomé conciencia de que aquello era muy extraño, como si me hubiera transportado a un universo paralelo, un lugar donde llamaban al señor Anderson por su nombre y sabían qué quería comer (tortitas con fresa y salchichas) sin tener que preguntárselo. Seguro que en algún lugar había un camarero que sabía con exactitud cómo le gustaban al señor Anderson los Martinis, en caso de que los tomara. Al pensar en ello —en el ladino modo en que Adelaide había sacado a colación el nombre de la señora Anderson—, sentí un diminuto pinchazo de celos. ¿Una de las «chicas» del señor Anderson? Aquello me hacía sonar como una... bueno, como una prostituta.
—Siento lo que ha pasado.
Aparté mis pensamientos con un pestañeo. El señor Anderson me estaba mirando.
—Estoy bien —dije, y tomé un sorbo de café.
No sabía tan bien como el que preparaba el señor Anderson, ni siquiera como el mío.
—Ya, pero te fastidia.
—Un poco.
Él suspiró.
—Debería haber sabido que Adelaide sería incapaz de mantener la boca cerrada. A veces, sobre todo en verano, salgo a correr con todo el equipo y luego traigo a las chicas aquí para desayunar.
—No hace falta que me explique nada —mentí.
—Sí hace falta. No me gusta el modo en que te ha tratado. No me gusta lo que ha insinuado y, cuando regrese, solo, creo que ella y yo mantendremos una pequeña charla.
—No quiero causarle problemas.
—Adelaide saca sus propias...
Se interrumpió mientras otra mujer nos servía el desayuno. Le dimos las gracias, esperamos a que rellenara nuestras tazas y se marchara, y entonces el señor Anderson empezó a untar las tortitas con mantequilla.
—Kathy lleva demasiado tiempo fuera. A estas alturas podría decirse que se ha mudado a Minneapolis mientras dure la enfermedad. Su madre murió y su padre está muy enfermo; es hija única, así que...
Empapó las tortitas con sirope, pinchó un trozo con el tenedor y se lo llevó a la boca. Luego sonrió.
—Adelaide puede ser una mujer difícil, pero hace unas tortitas increíbles. —Me acercó el plato—. ¿Quieres un poco?
Sí. Las tortitas olían a calor y a fresas dulces. Empecé a salivar. Sin embargo, respondí:
—No, gracias.
—No sabes lo que te pierdes. Además, un corredor necesita hidratos de carbono.
—Hablando de eso... —Eché sal a los huevos, fritos por los dos lados, deseando que fueran tortitas—. Aún no estoy decidida a apuntarme al equipo.
—Mira, creo que serías un gran fichaje, pero no voy a presionarte. Quedan cinco carreras. Si no corres para mí este otoño, podrías hacerlo en primavera. Si por entonces sigues sin querer, no hay inconveniente. Eso no cambia nada. Yo corro durante casi todo el invierno, y si quieres que sigamos haciéndolo juntos sería genial. Si no, tampoco pasa nada.
—Me gustaría seguir corriendo. Es agradable correr con... —Me acobardé en el último segundo—. Con alguien —dije, y no me gustó nada lo poco convincente que sonó.
La sonrisa del señor Anderson parecía sincera.
—A mí también me gusta correr contigo. Ahora, come antes de que se te enfríe el plato.
Adelaide era una estúpida, pero cocinaba de miedo y devoré los huevos, la salchicha y las patatas salteadas con cebolla en un tiempo récord. El señor Anderson me contempló mientras yo cortaba en tiras largas una tostada integral untada con mantequilla.
—Los llaman «soldados» —dije mojando una tira de pan en la yema del huevo—. Meryl dice que en Inglaterra se come así.
—¿Ah, sí?
Entonces el señor Anderson extendió el brazo, cogió uno de mis soldados, lo empapó en la yema, se metió el pan goteante en la boca y lo masticó a conciencia.
—No está mal —comentó.
Tragó el pedazo de pan y luego lamió un reguero de yema que le había quedado en el meñique derecho.
—Te cambio un par de soldados por una tortita.
—Eso estaría bien —respondí.

Ahogada en una grabadora (SINREVISAR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora