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Mamá bajó un cuarto de hora después, entre constantes disculpas. Se había lavado la cara y tenía mejor aspecto. Tomamos té de jazmín y sándwiches de atún (y la verdad, Bob, es que saben mejor con una pizca de salsa de soja). El señor Anderson encauzó la conversación con mamá hacia los libros, que era justo lo mejor que podía hacer. Ella parloteó sobre la librería y luego le habló de la gran fiesta de octubre.

—Es la semana que viene. Debería venir. Por favor, nos encantaría poder contar con usted. Traiga a su mujer; puedo presentarle a Meryl.
—Bueno, ya veremos —contestó el señor Anderson sin comprometerse, y luego consultó el reloj—. Debería marcharme. Mañana es día de escuela...
Mamá lo acompañó hasta la puerta y le estrechó la mano.
—Muchísimas gracias por ocuparse de Jenna. No sé cómo agradecerle su amabilidad.
Error. ¿Ocuparse de mí? Por cómo lo dijo, parecía que yo tuviera cinco años.
—Por favor, considere la invitación de venir a la fiesta —continuó ella.
—Lo haré, pero sólo si deja de disculparse —contestó el señor Anderson, rodeando la mano de mamá con las suyas—. Si quiere hacer algo por mí, podría comprarle un móvil a Jenna.

Debería tener uno, aunque sólo sea para emergencias. Esta noche ha tenido suerte de que yo aún estuviera allí. Si usted no hubiera caído en la cuenta de que la había olvidado hasta medianoche, sepa que en la escuela no hay cabinas.
—Oh. —Mamá vaciló—. Sí. Bueno...

—Y debería tener el permiso de conducir y, tal vez, un coche. Si ella condujera, usted no estaría sometida a tanta presión. O, si eso supone de verdad un problema, yo podría dejarla en la librería después de clase. De todos modos, me viene de camino.

—Bueno —repitió mamá, que parecía ir quedándose sin aliento—. No quisiera molestarle.
—No me supone ningún problema. Pero no lo hago por la bondad de mi corazón; para ser honesto, tengo un motivo oculto: me gustaría que su hija se uniera al equipo de cross y, para eso, necesitará tener un coche. Claro que yo podría llevarla alguna vez, o Jenna podría ponerse de acuerdo con otras chicas y viajar con ellas, pero la vida le será mucho más sencilla si puede desplazarse sola.

Cuando terminó, mamá había aceptado que el móvil era una buena idea y decidido que el sábado me llevaría a la oficina de Tráfico. Ah, y que yo iba a empezar a entrenar con el equipo de cross .

—Estupendo —dijo el señor Anderson, dándole un último apretón de manos a mi madre—. Oh, y Jenna, no lo olvides: mañana a primera hora te espero en mi despacho, bien despierta. Si vas a ser mi nueva ayudante, tengo que ponerte al día.
—Claro —respondí yo.
—¡Dios mío! —exclamó mi madre tras cerrar la puerta—. Sin duda es un hombre muy persuasivo.
Parecía aturdida, como si algo la hubiera cegado y no supiera muy bien qué.

Yo tampoco. Aquello era surrealista. Me sentía como en esos momentos en los que me desligaba de la realidad y me dejaba arrastrar por la corriente, contemplando a los actores de mi vida desde la distancia. Porque, ¿alguien había pedido mi opinión? Creo que la respuesta sería «no». Me quedaba plantada como una imbécil mientras los adultos hablaban a mi alrededor, planeaban mi vida, decidían qué y cuándo era lo mejor para mí.

 Claro que quería el carné y un móvil, pero la forma en que lo había conseguido el señor Anderson no dejaba de ser extraña. Como si mi madre fuera un muro y él conociera sus puntos débiles, el modo de atravesar los resquicios sin mover un solo ladrillo. No, mejor: él sabía cómo rodearla.

Bien pensado, era como un Psico-papá, más amable y gentil, tomando una de sus decisiones de mando. Exactamente lo mismo, sólo que sin escándalo y sin sangre.
El caso, Bob, es que el hecho de que el señor Anderson se ocupara de mí, estuviera allí, se hiciera cargo de la situación de esa manera...
Me gustaba.
Me... gustaba.

Ahogada en una grabadora (SINREVISAR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora