Cuando sonó el primer timbre, la señora Sherman no se inmutó. Sus dedos jugueteaban con un abrecartas largo y puntiagudo, con un mango macizo decorado con piedras verdes.
-Claro está, todos nuestros alumnos son excepcionales. No quisiera transmitirte la idea equivocada de que estás sola, querida -dijo antes de dejar el abrecartas y entrelazar los dedos.
Por un momento, temí que fuera a ponerse a rezar.
-Pero no es extraño que los alumnos más brillantes sean más... sensibles o socialmente torpes. No quiero que sientas que aquí nadie te comprende.
-De acuerdo -contesté-. Gracias.
Menos de cinco minutos después de que me acomodara en la biblioteca, la señora Sherman me había tendido una emboscada para mantener una breve charla y ver qué tal lo llevaba. Teniendo en cuenta que las clases todavía no habían comenzado, lo más probable es que quería que la nueva no cometíera ningun disparate el primer día. Me alegraba que no me hubíera visto estampandome contra la puerta al huir del Sr. Anderson.
La señora Sherman y yo, nos habíamos reunido dos semanas antes, para el período de orientación. Era como todos los consejeros, fervivente y deseosa de convencerme de que podía sincerarme y contarle todos mis problemas, de que todo lo que habláramos sería confidencial, bla, bla, bla. Tenía los ojos húmedos y de un castaño oscuro, como los de un cocker spaniel.
-En este centro hay otros estudiantes que reciben tratamiento psiquiátrico o que han estado ingresados en un hospital o una institución -señaló, claramente decidida a abandonar el acercamiento sutil-. Así que no tienes por qué sentirte sola ¿Con cuánta frecuencia visitas a tu terapeuta?
Mierda. Si decía dos veces a la semana, sonaría como si me costara apañármelas. Cada semana era sólo un poco mejor. Claro que, puesto que no estaba viendo a ningún terapeuta...
-Una vez al mes -mentí-. Antes iba más a menudo, pero... - dejé la frase inconclusa.
-Curioso.
Abrió un sobre de papel manila con el pulgar, hojeó unos papeles y paseó una uña afilada y bien cuidada por una hoja.
-Tus padres olvidaron facilitarnos el nombre y el número de teléfono de tu terapeuta.
-¿Para qué lo necesitan?
-Por si acaso.
-¿Por si acaso qué?
Hizo una pausa mientras me estudiaba con sus grandes ojos húmedos. Su pensamiento se leía tan claramente como en una viñeta de cómic: "Oh, demonios, espero que, si está en tratamiento, esta mañana haya tomado la medicación. ¿Dónde está el botón de alarma?".
-En caso de que tengas dificultades -respondió al fin en voz baja, como si acabara de entrar en la habitación de un paciente terminal-, preferimos saber a quién llamar.
"¿A los Cazafantasmas?" Dios, Bob, te juro que lo tenía en la punta de la lengua. Era el momento perfecto. Pero tal vez ella no tuviera sentido del humor, y yo sólo conseguiría parecer más rara de lo que ya era.
-¿No llamarían a mis padres?
-Jenna.
Apretó los labios. La dulzura y la compresión se habían terminado.
-¿Existe alguna razón por la que no debamos saber quién te trata?
-¿Porque es privado? ¿Por qué no es asunto suyo?
-Jenna, de verdad, no hay necesidad de ser hostil. Sólo queremos...
El sonido del teléfono la interrumpió. Lo descolgó, saludó, escuchó unos segundos y luego dijo:
-Enseguida voy.
Colgó y se dispuso a levantarse.
-Mira, no quiero ser categórica ni cruel, querida, pero no queremos arriesgarnos a que se repitan tus problemas.
-Creía haber oído que estaban acostumbrados a los chicos con problemas.
Su expresión se endureció.
-Espera aquí.
Se marchó, cerrando con un portazo seco e incisivo.
Esperé, en la puerta del despacho había un rectángulo de cristal reforzado con alambres. Desde mi asiento, se atisbaban unos centímetros del pasillo. Oí voces ahogadas, el zumbido de un teléfono. Vi pasar una mujer con los brazos cargados de papeles que dirigió una mirada rápida y vacía a través de la ventana enrejada, como quien mira un animal anodino y sin interés en un zoo, y siguió andando. Sobre la puerta había un reloj que marcaban los segundos, igual que los disparos percutidos de una pistola.
Contemplé el abrecartas de la señora Sherman. La hoja era metálica y puntiaguda, y parecía bastante afilada. Mis manos se dispararon en un espasmo, igual que las patas de un cangrejo ermitaño. Eché un vistazo a la puerta, detrás de mí. No había nadie en la ventana.
El abrecartas resultó ser mucho más pesado de lo que esperaba. Apoyé la punta en la yema del dedo índice izquierdo, presioné y sonreí cuando la piel se hundió. Con esa cosa podías sacarte un ojo.
Por primera vez en meses, las cicatrices de mi estómago empezaron a latir. La piel injertada entre mis omoplatos se frunció. Sentí un rugido en los oídos y tuve que cerrar los ojos. Me pregunté cuánto tendría que apretar para hacer que la sangre brotara. "No mucho", decidí.
"Unos segundos; es todo lo que necesito".
Entonces oí el segundo timbre y pensé: "A la mierda". A aquellas alturas, mi mañana había sido ya suficientemente desastrosa; pero hacer eso, y no importaba lo mucho que lo deseara, sería como admitir que era una completa chiflada. Además, si me entretenía medio minuto más llegaría tarde a la primera clase de mi primer día, y no tenía intención de dejar que eso pasara.
Así que no esperé a la señora Sherman. Antes de cerrar la puerta, volví a dejar su estúpido abrecartas sobre la mesa.
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Ahogada en una grabadora (SINREVISAR)
Diversos«-Ya no queda nadie más que tú para contarlo -le dice-. Así que necesito la historia, Jenna. Necesito la verdad. [...] -Ya -dice ella-. Cómo si las dos fueran la misma cosa.» Jenna tiene dieciséis años y su vida no ha sido fác...