La casa del señor Anderson era una vivienda laberíntica y moderna de dos pisos, toda de cedro, pino y cristal. Gracias a Google Earth, me había formado una idea aproximada de su disposición, pero la fotografía de satélite se había tomado en pleno verano. Ahora, con las ramas de los árboles desnudas, la casa parecía enorme, casi una mansión en una pequeña elevación sobre el lago. Unos escalones de piedra conducían hasta el muelle. La rampa donde debería haber habido un barco estaba vacía. De la parte de atrás del embarcadero salía un largo camino revestido de madera en dirección a un cobertizo destinado a guardar barcos durante el invierno. Había una franja de arena marrón junto al agua y dos kayaks encallados en ella.
A pesar de mis objeciones, el señor Anderson cogió mi mochila y me acompañó escaleras arriba y luego abajo, hasta un recibidor en la parte trasera, hacia lo que él llamaba la habitación de invitados, pero que resultó ser una serie de tres estancias dispuestas en semicírculo, cada una abierta a la siguiente: una salita con televisor, un dormitorio tres veces más grande que el mío y un baño equipado con un jacuzzi y una ducha con cuatro salidas lo bastante grande como para albergar a un equipo de relevos.
—Tómate el tiempo que quieras —dijo mientras se dirigía de vuelta al recibidor—. Y gasta el agua caliente que necesites. —Sonrió—. Tengo tres hermanas. Cuando acababan de ducharse, nunca quedaba agua caliente, así que decidí que cuando fuera mayor tendría tres calderas y las bautizaría con sus nombres.Al entrar en la ducha me sentí en el cielo. Estaba helada hasta el tuétano y decidí que no era momento de mostrarme comedida, sino de recrearme. Abrí las cuatro salidas de agua y subí la temperatura tanto como pude resistir. El agua me repiqueteó en los hombros, corrió entre las cicatrices de mi abdomen y se derramó sobre las mariposas de mi espalda, arrastrando el sudor, la suciedad y el cansancio.
La vergüenza.
Dios, qué estúpida había sido. Una idiota. No había seguido las reglas que todo corredor que se preciara conocía. Tenía suerte de que el señor Anderson fuera entrenador y hubiera sabido qué hacer, cómo ayudar. Había sido muy amable.
Así que, ¿por qué no podía yo hacer lo mismo y darme un respiro? No todo era culpa mía. Me vino a la memoria algo que me había dicho mi psiquiatra una vez: «Creer que todo es culpa tuya es como decir que el mundo gira a tu alrededor. Es puro narcisismo, y es destructivo».
«Vale, vale —pensé—. Haz lo que te ha dicho: cierra la boca».21:b
Sorprendentemente, terminé de ducharme y de vestirme antes que el señor Anderson. Mientras subía las escaleras que conducían al primer piso, oí el agua de una ducha corriendo en el otro extremo de la casa. El edificio estaba dispuesto formando una gigantesca H: los dormitorios, a la derecha; el resto de estancias, a la izquierda. Caminé por un pasillo alfombrado, hacia lo que suponía que sería la cocina.
Desde unos altavoces ocultos sonaba música clásica. En el aire flotaba un leve aroma a rosas y a alguna clase de especia que me dio picor en la nariz. La luz entraba por las ventanas y las claraboyas. En lo que me pareció una salita, un enorme ventanal ocupaba una de las paredes y enmarcaba el lago como un cuadro.
De la pared opuesta, por encima de un sofá de cuero, colgaban un puñado de fotografías. En una, el señor Anderson más joven, flanqueado por un hombre y una mujer mayores que, por el parecido, tenían que ser sus padres. En otra, el señor Anderson más o menos a mi edad, en bañador, suspendido en el aire y a punto de zambullirse en el agua. El señor Anderson esprintando, con el pecho adelantado, las piernas flexionadas en una gran zancada mientras cruzaba el primero la línea de meta. Una imagen del señor Anderson bajo el agua, equipado con un traje de submarinismo, el cabello ondulante como las algas.
En la esquina izquierda, cerca de una chimenea de piedra, había tres fotografías más. En una se veía al señor Anderson en su escritorio: de perfil, frente a la ventana, contemplando el lago con una taza de café en la mano. La neblina se elevaba desde el agua y los árboles estaban desnudos, así que deduje que la habrían tomado a finales de otoño o principios de primavera.
Era una foto bonita y parecía que la habían sacado poco tiempo atrás.
Pero no era la más interesante de las tres.21:c
Sólo había dos en esa estancia. Puede que hubiera imágenes similares en otras habitaciones de la casa, pero lo dudaba. De los pasillos colgaban cuadros, no fotografías. Por otra parte, quizá sólo se necesitaran dos para contar esa historia en particular.
En la más antigua, la señora Anderson estaba tan guapa como una princesa: esbelta y con las mejillas sonrosadas, con una cascada de rizos negros. El vestido de novia tenía un pronunciado escote en pico y, en lugar de velo, llevaba un sombrero de ala ancha inclinado en un ángulo desenfadado. El señor Anderson lucía un frac y una faja de un azul vivo que resaltaba el color de sus ojos. Ambos sonreían y se abrazaban, y parecían tan felices como se supone que tienen que serlo los recién casados.
La segunda fotografía, de una época posterior, era en blanco y negro. Reconocí los muebles: la habían tomado en esa misma habitación. La señora Anderson estaba de pie a la izquierda del ventanal, con una mano en el respaldo de la silla y la otra cubriéndose el vientre. Un rayo de luz hacía brillar su piel y mostraba la translucidez de la blusa. Así que no había manera de confundir la tripa.
Ni las cicatrices.21:d
Para ser justa, Bob, sólo alguien con mi historial habría sabido qué estaba mirando. Por el modo en que la fotografía había sido retocada, la mayoría de la gente —incluso tú— no habría distinguido la cicatriz de la garganta. Pero la próxima vez que veas una fotografía o una peli de la era pre-Photoshop, Bob, estudia los primeros planos y verás a qué me refiero. Las caras de los chicos son siempre más afiladas, más cinceladas, angulosas. Pero en los clásicos en blanco y negro — Mildred Pierce, Stella Dallas, Casablanca— , los rostros de las mujeres son mucho más suaves, con la textura de un sueño. Eso es porque los primeros planos se filmaron a través de una gasa que cubría la lente para esconder las imperfecciones que el maquillaje no ocultaba: pecas, granos...
Cicatrices.
La única razón por la que yo había advertido la del cuello era porque la señora Anderson llevaba una blusa vaporosa de estilo indio escotada y con mangas largas y acampanadas. La cicatriz parecía un hoyuelo diminuto, del tamaño de una moneda de cinco céntimos y algo más pálido que su piel. Con una luz normal —en color—, probablemente hubiera sido tan rosada como un ratón recién nacido. Lo sabía porque yo también había recibido respiración asistida. La cicatriz de la traqueotomía había sido como la suya hasta que el doctor Kirby cogió el escalpelo y la hizo desaparecer. Lo que me queda ahora es... invisible. Nadie en absoluto diría que me abrieron un agujero en la garganta para intubarme. Los doctores tienen razón: cicatrizo muy bien.Pero, por alguna razón, la señora Anderson seguía mostrando sus cicatrices, como si hubiera decidido mantener aquella lombriz a lo largo de su muñeca izquierda. No sabía si se había cortado también la derecha, porque esa mano descansaba sobre su vientre. Diez contra uno a que también se la había abierto en canal, aunque puede que no tan bien. La mayoría de las personas son diestras, así que, según las estadísticas, primero se habría cortado la muñeca izquierda. Para cuando se puso con la otra, debía de haber empezado a sangrar y seguramente estaba temblando, aturdida. Yo nunca he hecho nada parecido, pero conozco a un par de chicos y chicas que sí. Así que confía en mí, Bob, sé de qué hablo.
Mi mirada volvió a centrarse en la fotografía de la boda.
Ni una sola cicatriz.
Curioso.21:e
Oí que se abría una puerta a lo lejos, en el pasillo. Cuando el señor Anderson entró en la salita, yo estaba estudiando un paisaje psicodélico: granjas de un blanco cegador con tejados azul eléctrico reproducidas a vista de pájaro y envueltas en el resplandor anaranjado del sol poniente.
—¿Te gusta? —me preguntó—. Me encanta ese cuadro.
—Es muy interesante —contesté.
El señor Anderson tenía el mismo aspecto que el día en que nos conocimos, fresco después de la ducha, con el pelo húmedo y ondulado en las sienes. Por supuesto, esta vez iba completamente vestido: tejanos, mocasines y un jersey de cuello alto verde bosque que resaltó los reflejos caoba de su cabello cuando atravesó un haz de luz. Devolví la vista al cuadro.
—Me gusta cómo cambia según la luz. ¿Quién es el artista?
—Harold Gregor. Obama también tiene una de sus obras en su despacho, así que supongo que hice bien al comprarlo. ¿Tienes hambre?
Lo seguí hacia la cocina mientras continuaba hablando sobre la evolución de la técnica de Gregor; sin embargo, mi mente no lograba centrarse en el arte.
Porque ahora sabía cosas que nadie más sabía ni había mencionado en la escuela.
En algún momento de su matrimonio, la señora Anderson había intentado suicidarse.
Y luego se había quedado embarazada.
Así que, ¿Dónde estaba el niño?
Y ¿Dónde estaba ella, en realidad?
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Ahogada en una grabadora (SINREVISAR)
Casuale«-Ya no queda nadie más que tú para contarlo -le dice-. Así que necesito la historia, Jenna. Necesito la verdad. [...] -Ya -dice ella-. Cómo si las dos fueran la misma cosa.» Jenna tiene dieciséis años y su vida no ha sido fác...