34:a

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Silencio.
No estaba enfadada, sino más bien temerosa de haberlo estropeado. Y bueno, sí, puede que estuviera algo resentida. Pero me imaginé que habíamos llegado a mi momento oscuro, el punto de inflexión en el que o bien Mitch me abandonaría o bien viviríamos felices para siempre.
Porque ¿no era así como funcionaban estas historias? Meryl decía que ése era el tipo de cosas que enseñaban a los aspirantes a escritores de novela romántica: el contexto, el encuentro, el momento oscuro, bla, bla, bla. En la escuela, por ejemplo, Dewerman había dicho que Jane Eyre era una novela romántica, pero a mí me parecía más bien una tragedia. La causa del desastre no radica en acontecimientos externos sino en algo que vive dentro de Rochester y Jane, la mano oscura de una antigua decepción, un antiguo dolor que hace que las cosas vayan de mal en peor. Piensa en ello como si siempre fuera más oscuro al amanecer, justo antes de que todo se vuelva negro como la boca del lobo, Bob. Por eso la de Romeo y Julieta no es una historia de amor, aunque haya romance y obsesión y rivalidades familiares, sino una tragedia. A pesar de lo que dice Shakespeare al comienzo —ya sabes, te advierte desde el principio de que el final no va a ser precisamente feliz—, sigues esperando que esos dos jóvenes locos y desesperados se den cuenta de que hay alternativas, de que al final acabarán por hacerse mayores.

Yo también me haría mayor. Tendría que marcharme y eso nos mataría, porque Mitch y yo tendríamos que separarnos. Para mí, había un punto de llegada, algo real y tangible, lo bastante distante para ignorarlo pero tan cercano que ya podía saborear el final.

34:b

Así pues, ¿qué controlaba yo? No podía detener el tiempo. La diferencia de edad entre nosotros no desaparecería y su matrimonio, tampoco. Eran factores que escapaban a mi control. Podía perseverar, por supuesto. Lamentarme, quejarme, protestar, refunfuñar, lloriquear. Convertirme en alguien como Danielle, de hecho. Viéndolo desde la distancia, tal vez debiera haberlo hecho. Habríamos roto en esa camioneta, justo en aquel momento, y nunca habría vuelto a encontrarme contigo, Bob. No estaría aquí sentada, medio congelada y llenando la memoria de una grabadora con mi historia autocompasiva, y tú podrías estar en tu casa con tu mujer, tu perro fiel, Shep, y tus hijos.
En fin, el caso es que me sentía como en el instante antes de haber seguido a Mitch a aquel cuarto oscuro; aquél era mi Rubicon Point particular y estaba suspendida sobre el abismo. Había decisiones que sólo yo podía tomar, preguntas que sólo yo podía plantear.
Así que, intentando no parecer sumisa y comportándome de una forma lo más adulta posible, dije:
—¿Puedo preguntarte algo?
—Siempre.
¿Era alivio lo que notaba en su voz? ¿Había tenido miedo de decir algo más?
Respiré hondo. Mis labios estaban secos y tenía un nudo en la lengua, pero necesitaba saberlo.
—¿Te acostaste con Danielle?

34:c

Vale, ahí va una noticia de última hora para ti, Bob: no tengo el cerebro de un mosquito y nunca lo he tenido. Así que no te sorprenderá que te diga que se me había pasado por la cabeza que... bueno, que los celos de Danielle no se debían sólo a que yo había conseguido el puesto de ayudante de Mitch y ella no.
Aun así había cosas que me no cuadraban, y David Melman era la principal razón por la que no creía que Mitch y Danielle hubieran tenido algo. Danielle y David llevaban un año saliendo, desde que David estaba en segundo y ella en primero.
Además, ¿era cierto que Mitch se mostraba cordial con todo el mundo? Sí. ¿Acudía la gente a él para contarle sus problemas? Ídem. ¿Era posible que Danielle tuviera un problema grave y que lo hubiera compartido con él con la esperanza de que pudiera prestarle ayuda? Bueno, podía ser. Después de pasar una temporada en un psiquiátrico, no sólo los locos se reconocen entre ellos en mitad de la multitud: las personas que están rotas por dentro también. Sinceramente, Mitch y yo actuábamos con tanta cautela que era imposible que nadie lo supiera. Pero Danielle había notado algo, y pensé que eso sólo podía deberse a que estaba más unida a Mitch de lo que yo sabía.
Había una escena que se repetía una y otra vez ante mis ojos: el señor Conolly hundiendo su dedo en el pecho de Mitch; el señor Conolly empujándole... y el modo en que Mitch había permanecido inmóvil, sin oponer resistencia.
Como si, tal vez, lo mereciera.

Ahogada en una grabadora (SINREVISAR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora