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—¿Cómo van las cosas con tus padres? —me preguntó el señor Anderson al cabo de un kilómetro y medio—. Es decir, en general.
Ya le había hablado de la gelidez del domingo por la mañana, así que le respondí:
—¿Qué quiere decir?
Íbamos a un paso tranquilo, ocho minutos por kilómetro, y tenía aire de sobra para hablar. Aunque no es que hubiera hablado mucho: apenas había pronunciado palabra y me sentía incómoda. Antes de salir de casa, me había costado decidir qué ponerme. Al empezar a correr de nuevo me había comprado dos pares de mallas cortas, pantalones y camisetas a juego, y unas zapatillas. Las mallas estaban algo desgastadas pero las camisetas no tanto, y pensé que cuanto más grunge pareciera, mejor. Al fin y al cabo iba a correr —con un hombre mayor—, no a una cita (y en cualquier caso nunca había tenido una). Al final, combiné unas mallas cortas de color azul marino con una camiseta azul celeste que ocultaba las cicatrices en caso de que tuviera que sacarme alguna capa de ropa; un sujetador de deporte blanco, una chaqueta ligera para entrenar y unos buenos calcetines de lana. El día era una copia del anterior, aunque un poco más frío, porque el señor Anderson había propuesto que rodeáramos el lago Faring.
Tras superar los dos primeros kilómetros, mis músculos ya se habían calentado, estaba sudando y mi cuerpo se movía a un ritmo bastante cómodo, aunque tenía que ampliar un poco las zancadas para mantener el ritmo de las largas piernas del señor Anderson.
—Bueno —me lanzó una mirada y luego apartó la vista.
El moratón color ciruela apenas se distinguía en mitad del rojizo encendido que salpicaba sus mejillas. El sudor empezaba a gotearle sobre los musculosos hombros y la garganta le brillaba.
—Seguramente no es asunto mío, pero mencionaste que estabas preocupada por tu madre.
Se me hizo un nudo en el estómago. Me alegraba de que estuviéramos corriendo, porque así no podía verme la cara.
—Tal vez exageré un poco.
O tal vez no. Te sorprendería descubrir cuánto tiempo puede la gente engañarse a sí misma cuando la verdad está justo frente a sus narices.
Así que le expliqué lo de la noche en que me había acompañado hasta la librería y mamá no estaba, y lo que yo había empezado a pensar. Lo que había visto en la fiesta.
—Si no tienen una aventura, entonces es que están muy unidos.
El señor Anderson tardó tanto en responder que empecé a pensar que había hecho algo mal. Tal vez no hubiera contado con eso. Una cosa era preguntar por mis padres y otra muy distinta que la chica chalada te contara sus secretos. Quise decirle que lo lamentaba, pero tenía miedo de que eso me hiciera sonar estúpida, como una criatura, así que me limité a seguir corriendo.
Al cabo de medio kilómetro, el señor Anderson me preguntó:
—¿Así que piensas que ése es el motivo de que tus padres hayan decidido tomarse un par de días libres? ¿Qué tu madre quiere el divorcio y tu padre tal vez intente convencerla de lo contrario? Eso es tan probable como que estén simplemente disfrutando de su compañía mutua y necesiten alejarse por un tiempo.
«De ti». No lo dijo, pero yo lo oí de todos modos. Sabía que tenía razón. Mis padres necesitaban unas vacaciones de sus atareadas vidas, lo cual incluía a la loca de su hija. Había sido muy tonta al creer que el señor Anderson estaba haciendo algo más que ser amable con la chica nueva y rarita. Debía de estar pensando en lo que mi padre había dicho: que mis «problemas» me habían llevado al psiquiátrico. Quizá ya se estuviera arrepintiendo de haberme llamado y contaba los minutos hasta llegar al aparcamiento.

«Esto es lo que pasa. Esto es lo que pasa cuando olvidas que Matt es el único que lo entiende. Puedes hablar con Matt. Sus correos nunca cambian, él nunca...»
De repente, estaba esprintando; corrí tan rápido como pude, a toda velocidad, mis pies chocaban contra el suelo y mis brazos se movían con ímpetu, mi pecho subía y bajaba como un fuelle. Oí que el señor Anderson gritaba mi nombre, pero no miré atrás, sólo aceleré y aceleré y aceleré, al tiempo que mi cerebro repetía: «Corre, corre, corre más rápido; tienes que alejarte, tienes que ir más deprisa». Si lo hacía, con suerte, la piel de mi cuerpo se desprendería y saldría flotando, y entonces sería como la beluga, al fin libre para alejarme de mi vida como si...
—¡Jenna! —El señor Anderson se acercaba, pero yo no reduje el paso ni me di la vuelta—. Jenna, ¿qué...?
—¡No! —jadeé.
Las gotas de sudor me nublaban la vista... ¿o eran lágrimas? ¿Estaba llorando? Era una perdedora, era una...
—¡Ay!
Un súbito dolor punzante me atravesó el costado; solté un resoplido y me retorcí de dolor cuando me sobrevino un calambre más intenso. Entonces me descubrí jadeando, parada y transida de dolor.
Los latidos del corazón me retumbaban en los oídos, después mis rodillas golpearon el suelo y me quedé resoplando a cuatro patas. La bilis, amarga y nauseabunda, se abrió camino hasta mi boca y la escupí. Sentí otra vez el pinchazo y dejé escapar un gemido.
—Eh. —El señor Anderson se arrodilló y me pasó un brazo por los hombros—. Eh, no pasa nada, tranquila. Intenta no jadear.
—Es-estúpida —conseguí articular.
Intenté escupir de nuevo, pero tenía la boca llena de polvo y la lengua seca. Me temblaban los brazos, empezaba a notar calambres en las pantorrillas y sentía todo el cuerpo tembloroso y débil. Me di cuenta de que estaba deshidratada. ¿Qué había bebido? Un café por la mañana, y luego me había sentado a leer. No había bebido ni comido nada más. Estúpida, estúpida, qué estúpida había sido.
—Tranquila, estoy aquí —dijo el señor Anderson.
No sé cómo me encontré tendida boca arriba, contemplando el cielo azul a través de las ramas retorcidas y desnudas de los árboles. Era incapaz de fijar la vista y me temblaban las piernas. El señor Anderson tenía mi pie derecho apoyado en su regazo y me tiraba de la punta de los dedos mientras masajeaba la sólida piedra de mis gemelos para aliviar el calambre.
—Respira hondo, inspira... y espira... inspira, y...
—Lo siento.
Avergonzada, me cubrí la cara con el brazo. Estaba demasiado deshidratada para llorar y me ardía la piel.
—No debería haber ido tan rápido.
—Deja de disculparte. A veces pasa. La culpa es mía por no comprobar si te habías hidratado bien antes de correr. Toma.
Me puso algo en la mano y mis dedos se cerraron alrededor de un sobre de gelatina.
—Espero que te guste la manzana ácida.
Miré el envase con los ojos entrecerrados.
—La odio.
—Da igual. Venga, tómatela. Aquí no tengo más, pero no estamos lejos del coche. En el aparcamiento hay baños y también agua. Al menos podrás tomar algo.
Yo temblaba tanto que apenas era capaz de hacer que mis dedos respondieran, y el señor Anderson tuvo que abrir el sobre por mí. La gelatina de manzana ácida nunca me había sabido tan bien, pero me costó tragarla y me dejó con sed. Al final, los calambres de las piernas remitieron lo suficiente como para que pudiera renquear hasta el coche, si bien es cierto que muy lentamente y con el brazo del señor Anderson alrededor de mi cintura.
Tras dar un largo trago en la fuente y tomarme otros tres sobres de gelatina que el señor Anderson tenía en el coche (todos de manzana ácida), me sentí algo más humana. Los temblores ya no eran tan intensos, pero seguía débil y atontada, y un penetrante dolor de cabeza me presionaba las cuencas de los ojos y se escapaba por mis oídos.
—Ni hablar. —El señor Anderson negó con la cabeza al ver que yo intentaba dirigirme a mi coche—. No vas a marcharte a casa todavía. Lo último que necesitamos es que te estampes contra un árbol. Vamos.
Buscó en el asiento trasero de su Prius y sacó un forro polar.
—Ponte esto. Iremos a mi casa. Y cierra la boca —añadió, al ver que yo la abría—. Soy el entrenador. No admito discusiones.
Así que la cerré.

Ahogada en una grabadora (SINREVISAR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora