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El señor Anderson decidió que habíamos tenido suficientes aventuras por un día y preparó la comida. La recuerdo perfectamente, Bob: tortillas de queso de cabra y ensalada verde con peras en conserva, vinagre balsámico, fresas y almendras fileteadas. Mientras yo troceaba la lechuga para la ensalada, él desapareció en la despensa y salió unos segundos más tarde con una baguette que cortó en rebanadas. Luego las regó con aceite y las metió en el horno para que se tostaran. Yo lavé la lechuga, froté las tostadas con ajo y el señor Anderson las aderezó con una mezcla de alcachofa picada, pimientos rojos asados y dados de mozzarella . Un minuto antes de retirar las tortillas, me pidió que metiera las bruschettas bajo el gratinador para derretir el queso.

La comida estaba deliciosa, y yo tenía un hambre canina a pesar de todo. Me había acostumbrado tanto a las comidas improvisadas y los restos de pizza, que había olvidado a qué sabía la comida casera. Por cómo manejaba los cuchillos y las sartenes, estaba claro que el señor Anderson se sentía cómodo en la cocina. Llegó incluso a lanzar la tortilla al aire e hizo una imitación bastante buena de Julia Child: «¡Debes tener el valor de tus convicciones!». Consiguió que me riera, que me sintiera bien, y pasamos un buen rato. Devoré hasta el último pedazo de la tortilla, me serví otra ración de ensalada y me comí cuatro bruschettas . Almorzamos en la mesa de la cocina, con vistas al lago, y apenas hablamos. Ambos teníamos mucha hambre. A continuación, el señor Anderson sacó del congelador una bolsa de galletas de chocolate caseras para acompañar un té de menta caliente.
Al terminar, había empezado a recoger los platos cuando el señor Anderson me detuvo con un gesto.
—¿Qué prisa hay? ¿Tienes que ir a alguna parte? Ése es el problema de la gente. —Cogió otra galleta y le dio un mordisco—. No se toma tiempo para disfrutar del momento.
—Lo siento —dije mientras volvía a sentarme.
—Y deja de disculparte —replicó él con fingida seriedad y, al ver que yo me reía, sonrió—. Tienes mil veces mejor aspecto que en la pista. Me has preocupado.
—Lo sie... —Me interrumpí y volví a intentarlo—: No me había pasado nunca. Vaya, he tenido calambres, todo el mundo los tiene, pero nunca tan fuertes como para no poder correr.
—Tal vez tu cuerpo intenta decirte algo, como... que dejes de correr.
Sus palabras quedaron suspendidas en el aire, cargadas de significado. Al mirarle, estaba soplando su té con la vista fija en el lago, pero la invitación era clara. El silencio se alargó. El señor Anderson tomó un sorbo de la taza y añadió:
—No tenemos que hablar de nada que no quieras.
Danielle había dicho que le gustaban las mujeres rotas. La señora Anderson constituía una clara prueba de ello, ¿no? No todas las cicatrices son visibles. El señor Anderson no lo había advertido a tiempo o no había sido capaz de ayudarla una vez lo entendió. Por lo que yo sabía, si ahora era tan sensible al dolor íntimo de la gente, el que se encuentra donde nadie puede verlo, era debido a la señora Anderson. Eso explicaría por qué se esforzaba tanto con alguien como yo. Y tal vez también con Danielle.
Pero en realidad, ¿a quién le importaba? La señora Anderson no estaba allí, y tampoco Danielle. El señor Anderson era la primera persona que se había preocupado por mí en lo que parecía una eternidad. Sí, le gustaba ayudar a la gente que sufría. Ya ves tú qué problema, ¿no?
Todo era un tira y afloja, Bob. Como si estuviera jugando a tirar de la cuerda conmigo misma.
Porque había otro problema: ¿cómo contarle que no era una sola cosa? Si sólo se hubiera tratado del viejo verde del doctor Kirby, habría sido fácil. Pero estaban Matt y mis padres, y el abuelo MacAllister, y el psiquiátrico, y los pensamientos que yo aún tenía. Las ansias de cortarme... y no podía contarle que el cuchillo de los besos estaba evitando que lo hiciera, porque entonces tendría que admitir que se lo había robado. Y luego estaba la escuela, intentar encajar mientras me preguntaba si el esfuerzo valía la pena.

Pensar en todo aquello resultaba agotador. A pesar de las horas que habían pasado diseccionándome, los psiquiatras seguían sin estar convencida de que hablar sirviera de mucho, excepto para que todo el mundo supiera lo que pasaba por mi cabeza. Hablar nunca había hecho que nada de todo aquello desapareciera.
La otra cosa era que... no sabía las reglas; todavía no. Vamos, Bob, ya sabes de qué te hablo: hay amigas con las que sólo hablas de ropa, mientras que otras guardan tus secretos y viceversa. Cada relación tiene sus reglas. La nuestra estaba apenas empezando. No, eso no es cierto. Mi relación con el señor Anderson se estaba convirtiendo en algo distinto a lo que había sido.
Fueran cuales fuesen sus motivos, ¿a quién le importaba? Me gustaba el cambio. Me gustaba él, sólo por lo que era. Me hacía reír y conseguía que me sintiera cómoda en mi estúpida piel. Y no tenía ninguna intención de desaprovechar aquella oportunidad.
—Gracias —dije al final—. Por el ofrecimiento. Es agradable saber que hay alguien que... —quería decir «se preocupa», pero busqué algo menos revelador—: Alguien que quiere escuchar.
—Siempre —respondió él.

Ahogada en una grabadora (SINREVISAR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora