Tienes un secreto que podría arruinarte la vida.
Empiezas a calcular tus pasos, acciones, palabras y la gente que se acerca a ti.
Algo se te sale de las manos, terminas conociendo a la versión andante de una radio sin botón de apagar.
La odias, la d...
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—Rigel, vamos allí— dice Dally y da unos pequeños saltos entusiasmada. Sus rizos se mueven por todas partes.
Escuchar mi nombre saliendo de sus rosados labios todavía es algo a lo que me estoy acostumbrando. Hubiera preferido nunca haberle dicho mi nombre pero lo hecho, hecho está. Lo que más temía era olvidar el sonido de mi nombre de la manera en la que aquella persona lo pronunciaba. Sin embargo, no lo he olvidado.
—Vamos— protesta y su pequeña mano se cierra sobre mi brazo, tira de mí y comenzamos a caminar entre las cutres casetas coloridas.
Estoy seguro como el infierno de que esta chica padece de síndrome de sunshine. Tiene todos los síntomas: querer a ayudar a la gente, ver solamente la parte buena del mundo, sonreir hasta el cansancio y tener la energía siempre cargada. Sigo sin entender porqué he permitido que me arrastre hasta aquí. Venir al parque de atracciones, la feria o lo que sea este insufrible sitio lleno de gente, era una de las cosas de su lista. Cada día me arrepiento más de haber aceptado ese trato pero la recompensa era tan tentadora que no pude resistirme.
Los murmullos, el olor a frituras y algodón de azúcar es lo que llevo soportando desde hace una hora.
«Entonces vámonos» me reta una voz en mi cabeza.
Quiero irme pero al mismo tiempo siento la necesidad de quedarme a su lado. Hay algo en verla sonreír que es mucho más agradable que verla enfadada. Aunque verla enfadada es algo que disfruta bastante. Puede que sea la manera en la que arruga la nariz e infla las mejillas. O la satisfacción de fastidiar a la pulga tanto como ella me fastidia a mí.
—Ni de coño— digo rotundamente cuando nos detenemos frente a una caseta llena de ridículos peluches. Los oscuros ojos de Dally se abren y me da una de esas brillantes miradas de perrito mojado.
«Una pena que eso no tenga ningún efecto sobre mí».
—Solo una partida— sonrie y su destello amarillo traspasa la tela de mi sudadera negr.
Sí, la princesa decidió dejarse la jodida chaqueta en casa y claro después de que se quejó unas veinte veces porque hacía mucho frío, tuve que quedarme en camiseta corta para darle la sudadera a ella.
—No, vámonos.
—¿Tienes miedo a perder?— pregunta enarcando las cejas y una pequeña sonrisa acentúa sus mejillas.
Te tengo miedo a ti que es muy diferente, maldita pulga.
Sé que me está provocando para que ceda, chasqueo la lengua y la miro de arriba abajo. Preguntándome cómo algo tan pequeño puede llegar a ser tan insoportable.
—Nunca pierdo, princesa— pronuncio el apodo con lentitud porque se que lo odia y sus ojos almendrados me miran con ganas de matarme.
Saco unas cuantas monedas del bolsillo de mis jeans y se las doy al señor que se encuentra dentro de la caseta. Este asiente y nos entrega algo parecido a dos pistolas de agua. Nunca he participado antes en este tipo de juegos. Giro la cabeza hacia Dally, tiene el ceño fruncido y está concentrada en los patos situados justo frente a nosotros. Creo que soy yo el único que no sabe usar esta mierda. De repente, los patos empiezan a moverse en línea recta y la morena dispara un chorro de agua, tirando a varios de ellos. Tardo un momento en averiguar cómo funciona esto, pero consigo y los patos de mi lado también empiezan a caer. Sus carcajadas se escuchan sobre la música de feria y el murmullo de la gente. Una sonrisa se me escapa. Los patos siguen viniendo y creo que el niño que llevo en mi interior se emociona tanto que empiezo a disfrutar de estar aquí. El juego se detiene y Dally da palmaditas entusiasmada.