Capítulo 24

25 2 0
                                    

Dentro del monasterio en el que residían Las Ancianas imperaba un silencio absoluto, imperturbable, ni siquiera la sorpresa provocada por la solicitud de su presencia por parte de Consejo Supremo había sido suficiente para romperlo. Entiéndase sorpresa por la petición expresa de intervención; pues a pesar de vivir desde tiempos inmemoriales confinadas eran conocedoras de todos los acontecimientos. Y, precisamente, gracias a esa magia seguían con vida, pues un encierro de tales características, ese aislamiento, acabarían con cualquiera, pero no con ellas.

Al menos por ahora.

Por lo que, de alguna manera se podía decir que esa silenciosa respuesta ante la misiva era buena, no había nada de lo que preocuparse, simplemente los miembros del Consejo Supremo necesitaban de su mediación. Situación que no les sorprendía, todas y cada una de ellas eran conscientes de la mala relación que existía entre los máximos representantes del mundo mágico, aunque hacían todo lo posible por evitar que esa rivalidad fuera percibida por la sociedad; ellas lo sabían, ellas lo habían visto venir desde el principio, y ellas se habían visto en la obligación de permitir que sucediera. Porque ellas no tenían libertad para interceder, su obligación era observar desde fuera lo que sucedía, y documentarlo; obligadas a ver cómo nacían las sociedades y como se destruían; una y otra, y otra vez... Sin saber cuándo sería el fin pero con la certeza de que ellas permanecerían ahí tras él; listas para ver un nuevo comienzo.

Y con esa certeza flotando en el aire Las Ancianas caminaban por los fríos pasillos de piedra del Monasterio, cada una rumiando sus pensamientos, sin prestar atención al resto, Esto no quería decir que la relación entre ellas fuera inexistente, más bien todo lo contrario, pero en ciertas ocasiones el silencio se instauraba casi de manera natural, incluso los animales que todos los días hacían sentir su presencia fuera de los muros permanecían en silencio en esos momentos. Incluso el viento dejaba de rugir, persistía soplando con furia, pero en silencio; cualquiera diría que hasta la naturaleza sentía lo que eso significaba, y de alguna manera hacía todo lo que en su mano estuviera para no perturbar la tensa calma. Porque en ese momento el más mínimo soplo de viento habría sonado como el rugido de un león en ese sepulcral silencio.

Si cualquier explorador se hubiera acercado al Monasterio probablemente habría creído que se encontraba abandonado, y quizás si se sintiera valiente habría tratado de colarse en sus impenetrables muros; encontrándose de frente con la realidad. Que no se trataba de una Monasterio abandonado en medio de las montañas, y que dentro de esas paredes los intrusos no eran recibidos amablemente; pues el tiempo dentro de esas paredes se sentía de manera diferente, y ese cambio de velocidad podía resultar mortal para quién tuviera el valor, o la estupidez, suficiente para entrar.

Determinar el tiempo que duraría el silencio en el Monasterio resultaba imposible, todo dependía de la manera en la que los acontecimientos se desarrollaran. O hasta que una de Las Ancianas decidiera dar por concluido el tiempo de reflexión que traía consigo el silencio. Y, quizá, el haber recibido la petición de mediación por parte del Consejo Supremo provocaba que el tiempo de reflexión se extendiera mucho más que en las ocasiones anteriores. Las Ancianas eran conscientes de que se avecinaban tiempos complicados, muchos cambios, de profundo calado y poco tiempo para adaptarse a los mismos; por esto se podría decir que por primera vez les resultaba prácticamente imposible determinar el rumbo de los acontecimientos.

Y así pasaban los días en el Monasterio, Las Ancianas se levantaban a las cinco de la mañana, aprovechaban las frías temperaturas previas a la salida del sol para pasear por el exterior; y cuando los primeros rayos comenzaban a hacer acto de presencia volvían al interior, desayunaban y cada una se iba por su cuenta, ya fuera a la biblioteca, a sus dormitorios, a los establos..., hasta la hora del almuerzo; donde se volvían a reunir para comer todas juntas; tras esto volvían a desperdigarse hasta la hora de la cena; y tras esto llegaba el momento de dormir hasta el día siguiente.

TraiciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora