LUHAN
Era algo terrible que admitir. Pero a veces Luhan dormía bien durante los gritos.
Sobre todo desde de que había vuelto hace un par de meses. Si fuera a despertarse cada vez que Ricky se enojara... si se asustara cada vez que lo oyera gritar en la trastienda...
A veces Mei Ling lo despertaba, arrastrándose en la litera de arriba. Mei Ling no dejaba que Luhan la viera llorar durante el día, pero se sacudía como un bebé y chupaba su dedo pulgar por la noche. Los cinco de ellos habían aprendido a llorar sin hacer ningún ruido.
—Está bien —decía Luhan, abrazándola—. Está bien.
Esa noche, cuando Luhan despertó, supo que algo había cambiado.
Oyó la puerta trasera abrirse de un golpe. Y se dio cuenta de que, antes de que él hubiera estado muy despierto, había oído voces de hombres afuera. Hombres maldiciendo.
Hubo más portazos en la cocina, y luego disparos. Luhan sabía que eran disparos, a pesar de que nunca había escuchado uno antes.
Miembros de pandillas, pensó. Traficantes de drogas. Violadores. Miembros de pandillas que eran también violadores traficantes de drogas. Podía imaginar un millar de personas atroces que podrían necesitar quitarle un hueso al cráneo de Ricky, incluso sus amigos daban miedo.
Debe haber comenzado a salir de la cama tan pronto como oyó los disparos. Ya estaba en la litera de abajo, arrastrándose sobre Mei Ling.
—No te muevas —susurró, sin saber si Mei Ling estaba despierta.
Luhan abrió la ventana lo suficiente como para pasar a través de ella. No había ninguna pantalla. Salió y corrió lo más ligero que pudo al porche. Se detuvo en la casa de al lado, un viejo llamado Gil vivía allí. Llevaba tirantes con las camisetas y les daba miradas sucias cuando estaba barriendo la acera.
A Gil le tomó una eternidad abrir la puerta, y cuando lo hizo, Luhan se dio cuenta de que había agotado todos sus choques de adrenalina.
—Hola —dijo con voz débil.
Parecía mezquino y tan enojado como para escupir. Gil podría mirar sucio a HaYi justo debajo de la mesa, y entonces probablemente le daría una patada.
—¿Puedo usar su teléfono? —preguntó—. Tengo que llamar a la policía.
—¿Qué? —ladró Gil. Su cabello estaba grasiento, e incluso llevaba tirantes con el pijama.
—Tengo que llamar al 911 —dijo él. Sonaba como si estuviera tratando de pedir prestada una taza de azúcar—. ¿O tal vez usted puede llamar al 911 por mí? Hay hombres en mi casa... con armas de fuego. Por favor.
Gil no parecía impresionado, pero le dejó entrar. Su casa era muy bonita por dentro. Se preguntó si él solía tener una esposa, o si realmente le gustaba ser desagradable. El teléfono estaba en la cocina.
—Creo que hay hombres en mi casa —le dijo Luhan a la operadora del 911—. Escuché disparos.
Gil no le dijo que se fuera, así que esperó a la policía en su cocina. Tenía toda una bandeja de brownies en el mostrador, pero no le ofreció ninguno. Su refrigerador estaba cubierto de imanes con forma de estados, y tenía un reloj de arena que parecía un pollo. Se sentó a la mesa de la cocina y encendió un cigarrillo. No le ofreció uno de esos tampoco.
Cuando la policía se detuvo, Luhan salió de la casa, sintiéndose tonto de repente sobre sus pies descalzos. Gil cerró la puerta detrás de él.