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Llevamos dos días dando vueltas por la casa vacía y silenciosa. Solo hemos salido una vez para llevar a Jisung a terapia. Abandonamos la sesión sin ninguna mejoría en su memoria, y la desesperanza pareció multiplicarse por un millón. Estoy durmiendo en la habitación de invitados y he odiado con todas mis fuerzas cada vez que lo he dejado a él en nuestro dormitorio. Cada vez, Jisung observa cómo me marcho, y cada vez he pensado que quizá él preferiría que no me fuera, pero no puedo preguntárselo.

Sigo viendo pequeños destellos de algo familiar en sus ojos, una mirada de alegría, la misma con la que me miraba todos los días de nuestra vida. Es la mirada que me dice que me ama. La atracción que nunca ha sido capaz de ocultar. Pero ahora se está conteniendo. Lucha con ella, como lo hizo años atrás cuando entró a mi despacho.

Pero esta vez no puedo cargar contra su resistencia como un toro. no puedo obtener lo que quiero. Tengo que esperar a que me sea concedido, y eso me está matando un poco más día tras día.

Se está acostumbrando a mí. Y tanteándome.

Ya es hora de acostarse de nuevo y el temor me invade mientras la acompaño hasta nuestra habitación. La cama sigue deshecha desde esta mañana. Normalmente lo desvestiría, lo metería en la cama y me metería yo tras él. Pero el temor a asustarlo o a que me rechace me detiene. No sé si podría soportarlo. Y, sin embargo, salir del cuarto y marcharme también me mata. Las palabras de Felix me vuelven a la mente : "¿Dónde está el Lee Mingo al que todos conocemos y amamos?".

Así que...

—Brazos arriba—ordeno a Jisung cogiendo el bajo de su camiseta.

Él me mira sorprendido. Veo duda en su mirada, y se estremece cuando mis dedos rozan la piel de su vientre. Yo también me estremezco, pero mi reacción no tiene nada que ver con el fuego habitual que me quema la piel cuanto toco a mi niño, sino que se debe a su recelo.

Suelto su camiseta y me retiro para darle espacio e intento controlar la angustia que asola mi pecho antes de que me postre de rodillas y me obligue a suplicar.

—Tranquilo. Te daré un poco de intimidad.

Me vuelvo antes de que pueda ver la humedad en mis ojos y me alejo de la única persona de este mundo que me trajo de vuelta a la vida.

Y la única persona en el mundo que puede acabar conmigo.

Cierro la puerta al salir y me distancio de allí, porque sé que si me detengo para intentar sosegarme haré un agujero en la pared o me desmoronaré en el suelo y empezaré a llorar desconsolado.

Me seco las lágrimas mientras bajo la escalera, ansioso por poner tanta distancia entre nosotros como sea posible para poder gritar mi frustración sin que me oiga.

Acelero el paso al llegar al final de la escalera, me dirijo a la sala de juegos, cierro la puerta y me apoyo contra la madera. Pum. Golpeo la madera y aprieto los ojos con fuerza. No me duele. El único dolor que siento es el de mi corazón roto.

—¡Joder!

Me quedo donde estoy, con la cabeza apoyada en la puerta y los puños apretados hasta que logre calmarme. Podrían ser dos minutos o una hora. No lo sé. Siento como si un tiempo precioso se estuviese escapando.

Al final, es el sonido de mi móvil lo que me aparta de la puerta.

Entumecido, me dirijo a la mesa y lo cojo. Es Felix.

—Hola.

Me desplomo en el sofá e inspecciono mi puño ensangrentado.

—¿Va todo bien?

—Mi niño no sabe quién soy, Felix. Así que no, no va todo bien.

Nada va bien. Vuelvo a la casilla cero.

DemolitionDonde viven las historias. Descúbrelo ahora