Era ya noche cerrada. Por los grandes ventanales de la Fortaleza Roja era imposible distinguir algún detalle de los alrededores del castillo salvo los iluminados por las antorchas cuyo fuego danzaba débilmente ante la brisa fresca que apenas movía los banderines, los estandartes inmóviles en sus sitios al igual que los soldados quienes, tranquilamente, podrían haber pasado por estatuas vivientes.
Rhaenyra se hallaba frente a uno de esos ventanales. Sus ojos claros miraban sin ver a través de la apertura hacia aquel jardín interno de la fortaleza que alberga muchos recuerdos personales pero que, en esos momentos, le parecían superfluos e incluso casi en un olvido irreversible. Sus manos acariciaban su garganta una y otra vez en un intento por aflojar el nudo férreo que se había instalado allí, imposible de expulsar o de tragar.
¿Cuánto hacía que se encontraba en aquella posición, de pie sin hacer otra cosa que desear morir allí mismo? No lo recordaba. Probablemente desde la puesta del sol, cuando se había enterado lo que había sucedido aquella misma mañana en el Reposo del Grajo y su mente había quedado completamente en blanco por la conmoción y la angustia. Incapaz de pensar y encontrar una solución a aquello que veía irreparable, se había refugiado en el único sitio de aquel castillo desconocido para ella que le traía alguna sensación de seguridad.
Y las horas habían pasado, una tras otra, en el más completo mutismo y la más miserable soledad.
Sus pensamientos seguían siendo desordenados y la mayoría sin sentido producto de la congoja y el desconsuelo, más había uno que surcaba su mente una y otra vez de manera constante mientras las lágrimas caían por sus mejillas en el más ominosos silencio.
Que cerca había estado. Qué próximo y tangible en sus manos había sido el reencuentro con Lucerys en una situación casi impensada en medio de aquella disputa por el trono de hierro, que real se había sentido la emoción y la esperanza que había compartido incluso con Daemon la noche anterior ante la posibilidad más que confirmada por su pronta reunión con su hijo, su dulce niño que ya no era un niño pero que en su corazón siempre lo sentiría así.
Que cerca había estado...y que lejos se encontraba ahora de que aquello se volviera una realidad. La ilusión se había deshecho frente a ella en medio de una nube gris y siniestra que había borrado todo rastro de certidumbre y optimismo y había dejado solo una utopía, la sensación de que había estirado la mano para tomar la de Lucerys y que casi la había rozado para que éste se alejara de ella para siempre instalándose en su mente.
Tragó saliva y parpadeó cuando se percató de que sus lágrimas humedecían nuevamente sus mejillas. Lo había notado por el frío que le había provocado la brisa invernal en su rostro carente de expresión; limpió su rostro con el dorso de la mano y, por primera vez, sus ojos se toparon con la oscuridad inmensa y tétrica que envolvía sus espaldas, la habitación que estaba ocupando en la completa penumbra.
Otra vez volvió a parpadear mientras le daba la espalda a la ventana. Tal vez intentaba distinguir algo en aquella negrura insoslayable, quizás esperaba no hacerlo nunca. No había nada que ver allí, nada que hacer tampoco.
Nada que hacer.
No podía hacer nada. Nada.
Aquella misma mañana, Aemond había sufrido un ataque en Reposo del Grajo perpetrado por una facción del ejército que Cregan Stark había trasladado desde el Norte. Qué había estado haciendo Aemond allí y por qué no había viajado directamente a Altojardín era un misterio, pero las casualidades no existían y menos en aquella guerra nefasta. Lo habían atacado y, por el informe que Daemon había recibido horas después, ni siquiera sabían si Aemond seguía con vida pese a que un informante posteriormente les había asegurado que Vhagar había aterrizado casi sobre las torres de la fortaleza de Harrenhal.

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Tóxico [Lucemond]
RomanceLucerys Velaryon esperaba encontrarse en cualquier situación peligrosa...pero no en aquel tipo de problema, menos con su tío Aemond. Omegaverse, R+18