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— No quiero agua, Reece. Quiero que me dejes en paz.

— No puedo hacer eso.

Lucerys resopló y tendido sobre la cama, encogió totalmente su cuerpo y cubrió parte de su cabeza con las sábanas y frazadas; desde fuera, Villin sólo veía un bulto pequeño por debajo de toda aquella ropa de cama y por quinta o sexta vez en lo que iba aquella tarde, dejó caer los brazos a un costado, resignado, derrotado y frustrado.

Aquel día había amanecido despejado; las nubes que se habían cernido sobre Altojardín la noche anterior se habían disipado y el sol se manifestaba radiante en lo alto, luminoso. Pese a que hacía bastante frío, justo aquel día no corría una sola brisa entre las cientos de plantas que adornaban aquella fortaleza. Los ánimos entre soldados, servidumbres y habitantes se encontraba en esa tensión constante a la que Villin se había acostumbrado pero que cada día que pasaba aprendía a aborrecer un poco más, impotente e ignorante de lo que realmente estaba ocurriendo en el norte del murallón humano. Hasta hacía un par de días y pese a que las actividades allí eran limitadas, Villin y el resto se las habían ingeniado para no perder la cabeza y al mismo tiempo, mantener entretenido a Lucerys; Villin no estaba vinculado a nadie ni nunca lo había estado, pero conocía del tema y no había que tener demasiadas luces en la cabeza para comprender que el deterioro emocional que había ido atravesando el Omega se acentuaba día a día por el encierro y la falta de noticias pero por sobre todo, por la ausencia de Aemond.

Sin embargo, todo tenía un límite y Villin ya lo había visto venir desde tiempo atrás.

— No puedes estar todo el día aquí tirado, hijo. No te hará bien. Tampoco al bebé.— aguardó una respuesta, pero Lucerys se limitó a encogerse un poco más debajo de las frazadas.

— Reece...por favor, déjame en paz. Lo digo en serio.

Su voz le llegó amortiguada y un tanto temblorosa. Incómodo, permaneció unos segundos en silencio, sentado en la silla de madera rústica que ya se había acostumbrado a utilizar en aquella habitación. Si había algo además de los desmayos y los vómitos de Lucerys con lo que Villin no sabía cómo lidiar, eran sus lágrimas.

El límite de las fuerzas del Omega había llegado el día anterior o mejor dicho, dos noches atrás. Villin se había despedido de él con cierta reticencia porque había visto la sombra de la angustia tiñendo el rostro de Lucerys apenas había entrado a su recámara, pero decidió dejarlo solo con sus pensamientos porque el Omega ya tenía demasiado con tener que soportar su presencia constante durante el día; sin embargo, a la mañana siguiente se había encontrado con que Lucerys no se había presentado en el desayuno y al investigar, había hallado a Helaena en el cuarto del Omega, éste prácticamente en la misma posición en la que se encontraba en esos momentos.

La mujer le había comentado, no sin cierta preocupación, que Lucerys le había dejado entrever su deseo de permanecer en la cama porque la noche anterior no había podido pegar un ojo. En un principio, Villin sopesó la posibilidad de que aquello fuese real porque conforme pasaban los días, a Lucerys se le habían ido marcando cada vez más las ojeras bajo los ojos. Después y más producto de su intuición que de una prueba real, había presionado a Helaena para que le sonsacara a Lucerys el verdadero motivo de su postración repentina cuando ya se había acercado el mediodía.

Fue allí cuando tuvieron la confirmación del primer signo alarmante: después de varias discusiones, Lucerys había terminado confesando que de hecho, no se sentía bien y que experimentaba cierto malestar en el vientre. Luego de varios gritos y amenazas, había accedido a que lo examinara un maestre de Altojardín, el cual dictaminó que se encontraba perfectamente y que el bebé en su interior no corría ningún riesgo real.

Tóxico [Lucemond]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora