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Era ya el quinto día de estancia en Oldtown.

Al final, la coronación había tenido que postergarse un par de días más de los previstos porque, como en todo acto formal de semejante envergadura, se necesitaban testigos fehacientes y de peso para llevarlo a cabo, personas que tuvieron más de una dificultad para llegar hasta allí; algunos caminos estaban cortados, otros invadidos por soldados y algunos territorios incluso, incendiados.

La existencia de Daemon se había transformado, casi, en una especie de omnipresencia tenebrosa y amarga.

Sin embargo, la coronación al fin pudo hacerse efectiva. Se había realizado a las afueras de la fortaleza y Lucerys, fiel a su palabra, se había mantenido apartado al punto de recluirse en el cuarto que compartía con Aemond, ansioso e impaciente porque aquella broma terminara de una vez y el Alfa volviera a él, tal y como lo hacía siempre.

Una broma.

Aquello no era ninguna broma, era la declaración de guerra más abierta y clara que Aemond podía darle a Daemon; Lucerys había tardado su tiempo y le había llevado bastantes horas de introspección, pero al final había dado con una conclusión que, lejos de estar errada y pecar de exagerada cuando se la había planteado a Aemond con el objetivo de que él la refutase, había terminado confirmando por el silencio y las evasivas que el Alfa le había dado como excusas que no lograron convencer al Omega.

El problema principal, que estaba oculto, enterrado por los problemas aparentemente reales y más importantes, no era la legitimidad del sucesor al trono de hierro sino la soberbia y el deseo encarnizado de demostrar quién podía lograr que el otro bando se doblegara y admitiera su derrota.

Y tanto Daemon como Aemond estaban demostrando ser competidores acérrimos, incansables e imposibles de convencer.

Aquello era realmente una pelea de vanidades. Daemon quería hacerse con el trono de hierro, asegurarle el lugar a su madre Rhaenyra, mantener a su familia segura y en el proceso, asesinar a Aemond si era posible y para colmo, poseía en esos momentos un rehén del bando de los Verdes, una aparente carta del triunfo en sus manos: Daeron, al que por suerte y gracias a distintos informes que llegaban desde la capital se lo sabía con vida; Aemond, que no quería el trono de hierro pero tampoco deseaba perder aquella contienda de egos heridos y al mismo tiempo intentaba proteger a su familia, también tenía un rehén que había partido con él por voluntad propia, Lucerys.

Y por mucho que el Omega intentara convencerle de ceder parcialmente en algunos aspectos para evitar una matanza, Aemond le había asegurado que Daemon nunca daría un paso al costado, que jamás cedería ni evitaría ninguna masacre, y que la vida de su hermano menor sí se encontraba en riesgo real, no como la de Lucerys que ni siquiera era un cautivo del bando Verde.

Aemond tenía razón en algunas cuestiones, pero a veces Lucerys sentía fuertes deseos de romperle la cabeza para que comprendiera al otro bando, al bando de los Negros al que él, al menos de corazón, aún pertenecía.

Por suerte, la coronación de Aemond había sido más bien un trámite que el Alfa quería concluir lo más pronto posible, la corona de Aegon el Conquistador prácticamente olvidada sobre un almohadón mullido, reposando sobre la mesa.

Y Aemond, por suerte, seguía siendo el Alfa del que Lucerys se había enamorado.

— Alteza, la Reina solicita su presencia.

Era una mañana fría, la luz del sol filtrándose entre las cortinas blancas. La voz del guardia se oyó amortiguada detrás de la gran puerta de madera; el hombre había golpeado en un par de ocasiones y, luego de un breve lapso de mutismo, finalmente se había decidido a hablar porque tampoco era tan osado para ingresar a las recámaras privadas del ahora Rey de los siete reinos.

Tóxico [Lucemond]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora