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Mientras estiraba las piernas y tenía la sensación placentera de que su cuerpo se encontraba reposando sobre una superficie cómoda y mullida, Lucerys suspiró aún con los ojos cerrados. Con la cabeza sobre la almohada y el rostro parcialmente sepultado en la tela suave y fina, sonrió con satisfacción al notar que la luz del sol aún no había ingresado por los ventanales frente a la cama por lo que, gracias a los Dioses, aún era de madrugada.

Acomodándose mejor, cubrió parte de su cabeza con las frazadas, el calor de las cobijas distendiendo aún más su cuerpo. En el estado soporífero en el que se encontraba, descubrió la causa por la cual no podía voltear hacia la izquierda sobre el colchón; al moverse bajo las mantas, el cuerpo de Aemond se adosó aún más al suyo, el torso del Alfa presionando su espalda y recargando parte de su peso en él, el brazo izquierdo rodeando su cintura y la mano apoyada sobre su bajo vientre. Lucerys ladeó apenas el rostro e inhaló la fragancia suave pero al mismo tiempo fuerte de Aemond llegándole perfectamente a las fosas nasales. Su respiración acompasada le indicaba que estaba dormido y que su despertar repentino no lo había alterado, por lo que el Omega se acomodó un poco mejor contra Aemond para seguir dormitando un rato más, al menos hasta que el sol comenzara a molestar.

Sin embargo y desgraciadamente como le venía ocurriendo noche tras noche, el motivo por el cual se había despertado se hizo presente recordándole por qué se había molestado la noche anterior. Frunciendo el ceño aún sin abrir los ojos, percibió la ya conocida molestia allí justo donde estaba la mano de Aemond, su vientre distendido por culpa de la maldita vejiga que estaba a punto de estallarle.

Si no se levantaba en esos momentos, Lucerys tenía la convicción férrea de que iba a mearse encima en menos de cinco minutos.

Ese fue el tiempo que tardó en sentir lástima de sí mismo, en enojarse y luego en aceptar la realidad para volver a sentirse miserable; apartando el brazo de Aemond con la mayor de las delicadezas - cosa que le llevó todavía más tiempo que decidirse a salir de la cama porque el Alfa había tomado la maldita costumbre de percibir hasta cuando Lucerys cambiaba su ritmo respiratorio, aún cuando el cambio fuese sutil y ni el Omega mismo lo notara -, se sentó en la cama y procedió a incorporarse y caminar hasta el cuarto de baño de aquella habitación que, mal que mal, había terminado extrañando una vez que se hubiesen ido a Oldtown y luego a Altojardín.

Más alterado que de costumbre, Lucerys notó la molestia transformarse en dolor a medida que aceleraba el paso. Recordaba haber orinado horas atrás antes de acostarse, ¿por qué carajo no lo dejaba en paz?

Ah, porque casualmente estaba embarazado.

Mientras descargaba el contenido de su vejiga, sus ánimos belicosos se esfumaron repentinamente. Lucerys estaba haciendo todo prácticamente a oscuras porque conocía muy bien aquel sitio y tenía la seguridad de que no iba a colisionar contra ningún mueble, por lo que al terminar de orinar y acomodarse, no pudo evitar frustrarse un poco en medio de la penumbra cuando sus manos acariciaron su vientre y notaron cierta protuberancia allí, en lo bajo. No estaba demasiado marcada y cualquiera que lo viese sin mucha atención no la notaría, pero allí estaba. Sin embargo, sentirla pero no verla pese a que había tenido tiempo de sobra para hacerlo le puso de los pelos otra vez y, al abandonar el cuarto de baño, ya estaba molesto de nuevo.

Pese a encontrarse las ventanas y la puerta del cuarto cerrada, el frío de Duskendale ingresó en los pulmones de Lucerys en cuanto inhaló profundamente, resoplando otra vez en medio de la habitación. Caminando hacia la ventana más próxima, espió los terrenos de la fortaleza sin muchos ánimos, aún un adormilado. El cielo estaba despejado y la luna ya no estaba en lo alto ni en ninguna parte, por lo que Lucerys resolvió, con mayor frustración, que el amanecer estaba relativamente cerca.

Tóxico [Lucemond]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora