Capítulo 20

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24 de enero

Definitivamente la de Historia es la hora más aburrida y más larga del día. La penumbra que inunda la clase y las diapositivas llenas de texto que la profesora se limita a leer con su voz monótona tienen como único efecto el de crear el ambiente perfecto para que algunos alumnos se echen una siesta, y no ayudan en nada a la ya escasa capacidad de concentración de Sophie.

Tras varios intentos fallidos por saber qué se está explicando ella se acaba rindiendo y chasquea la lengua antes de agachar la cabeza sobre su cuaderno para comenzar a dibujar ojos de todos los tamaños y formas. Le sabe mal que tenga que depender de los apuntes que Will le pasará después para poder enterarse de la materia, pero si de ella dependieran sus notas ninguna pasaría del suspenso o del aprobado raspado.

Cuando ya la hoja de su cuaderno parece un retrato preciso del gigante Argos suena el timbre que indica el final de la clase y se pueden escuchar varios suspiros hastiados e incluso algún que otro «por fin» cuando la profesora sale de la clase.

Sophie guarda su cuaderno en la mochila y siente su móvil vibrando, y cuando lo saca y ve que su padre le está llamando su cuerpo entra en estado de tensión porque Josh nunca la llama a menos que sea por algo muy urgente. Se disculpa con el resto de la cuadrilla y sale del aula para coger la llamada.

—Hola, papá. Perdona si casi no te lo cojo pero acaba de terminar una clase. ¿Va todo bien?

—Sophie, será mejor que te sientes.

Frunce el ceño y busca con la mirada unas sillas en el pasillo donde se sienta y traga saliva.

—Ya estoy. —Escucha un largo suspiro—. Papá, me estás asustando, ¿qué ocurre?

—Esta mañana, poco después de que Jim te recogiese, a tu abuela la tuvieron que trasladar de la residencia a Urgencias. Le dio un infarto y aunque los médicos hicieron todo lo posible por ayudarla... —Otro suspiro, esta vez con un deje de agotamiento—. Falleció hace poco más de una hora.

Menos mal que Sophie se sentó porque tiene la sensación de que se va a desmayar de un momento a otro y se agarra de la silla mientras mira a un punto aleatorio del suelo, procesando lo que acaba de oír.

—¿Sophie? ¿Sigues ahí, cariño?

—Tengo clase. Hablamos luego.

Con esa mentira cuelga y se queda mirando la nada unos segundos más con el móvil en el regazo, pensando en por qué se lo habían dicho por teléfono, por qué no esperar a que ella llegase a casa. Su cabeza sabe que tiene que sentir rabia, pero su cuerpo no le transmite nada más que vacío.

—¿Sophie?

La voz de Jim llamándola la saca de sus pensamientos y le hace levantar la cabeza para verlo acercarse a ella desde la puerta de la clase, con sus ojos azules que parecen sacados de un cuento de hadas mirándola con compasión, y esa sensación de rechazo que normalmente tiene ante ese tipo de reacciones hacia ella desaparece porque por esta vez no quiere, o mejor dicho, no tiene fuerzas para mostrar su fachada habitual de «todo va bien, nada me afecta».

—¿Estás bien?

Esa pregunta se siente como un viento que derriba un castillo de naipes ya de por sí inestable. No le responde y ni siquiera le da tiempo porque se echa a llorar como una niña pequeña como en el desván de su casa en Nochebuena, solo que esta vez no hay final feliz, y tampoco encuentra el consuelo en los brazos de Jim, que la abarcan con delicadeza como si se fuera a romper.

Se culpa por no despedirse de su abuela, por no poder decirle lo mucho que la quería, por no tener tiempo de decirle que fue su modelo a seguir ni de darle las gracias por animarla a ser ella misma y a hacer lo que le diera la gana con su vida.

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