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—Ten —dejé su archivador y su agenda sobre su mesa—. Gracias.

—No me creo que hayas copiado tres meses de clases en un día —dijo, con los ojos bien abiertos.

—Te sorprendería todo el tiempo libre que tengo —confesé en una risa.

—Desde luego, debes aburrirte bastante —guardó sus pertenencias.

Si no me fallaba la memoria, ahora teníamos educación física. Supuse que me dejarían al lado del banquillo a mirar a mis compañeros corriendo.

—¿Llegaste bien a casa? —pregunté.

Quería habérselo preguntado por mensaje el día anterior, pero no tuve el valor suficiente como para escribirle.

—Sí, no me secuestraron y descuartizaron —se levantó de su asiento—. Tan solo recibí una bofetada por llegar tarde. Nada de otro mundo.

—¿Te pegan en casa...?

—¿Te gusta que te lleven o prefieres hacerlo tú solo con esos aros plateados? —cambió el tema—. Yo en tu situación me sentiría inútil si lo hicieran por mí. Aunque debo admitir que me gusta llevarte.

—No me gusta que me lleven otros —confesé—. Pero si eres tú no me importa.

Decidí no volver a tocar el tema. Si había evitado la pregunta, es porque no era el momento.

—Tu madre es muy guapa —murmuró, agarrando las empuñaduras—. Sois clavaditos.

Sin quererlo, mis mejillas se enrojecieron.

—Siempre me dicen que me parezco más a mi padre —admití.

—Tendré que conocerlo para decidir.

El profesor llegó, ordenando que le siguiéramos hasta el gimnasio. Allen colocó mi silla junto al banco y fue con los demás para empezar a correr. No quería quedarme allí solo. Me hizo un gesto para que estuviera atento y me guiñó un ojo. Observé con atención para ver qué iba a hacer.

—¡Profesor! —gritó—. ¡Me duele el tobillo, creo que me lo he roto!

—Otra vez no... —se lamentó, caminando en su dirección.

No pude evitar reírme. Al parecer, esto sucede a menudo.

—¡Voy a morir si sigo corriendo junto a este atajo de adolescentes hormonales, profesor! —actuó de forma dramática, tirándose al suelo.

—Venga, Allen, no empieces, que es primera hora —se quejó, tirando de ella para sacarla de la pista.

—¡Si muero te van a despedir! —le sacó la lengua.

—No seas infantil. Además, no me pagan lo suficiente como para aguantarte —la arrastró hasta sentarla en el banco, a mi lado—. Si te duele mucho, irás a la enfermería.

—No, me quedo aquí —se cruzó de brazos—. Me curaré si me deja descansando mientras hablo con mi amigo.

—¿Nunca te cansarás de fingir para no esforzarte? —suspiró—. Haz lo que quieras, pero a final de trimestre me tienes que presentar algún trabajo escrito o no te podré aprobar.

—Eres el mejor, Chándal-sensei —le dio una palmada fuerte en la espalda.

—No hagas que me arrepienta, niñata molesta.

—¿Ves lo mucho que me quiere? —me dijo, divertida—. ¿Creíste que te dejaría solo?

Sonreí. Allen es maravillosa.

—Ah, sí, tengo algo para ti —recordé, rebuscando en mi mochila.

—¿Para mí?

Por su tono de voz, deduzco que no le hacen muchos regalos.

D̶i̶s̶capacitadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora