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—Tendremos que dejarte unos días más ingresado. Siento que tengas que volver a perder clase, pero es estrictamente necesario que te vigilemos ahora que creemos saber qué es lo que le ocurre a tu cuerpo —dijo el doctor, acomodándose las gafas repetidas veces. Puse cara de fastidio—. En caso de que no podamos controlarlo, habrá que considerar amputar las dos piernas.

—¿Cuántas veces tendré que negarme? —pregunté, molesto—. Siempre es lo mismo dicho de diferente manera. No es no.

—Es cierto que lo que decidas es importante, pero dado que todavía eres menor de edad, tu madre puede consentir la operación y que esta sea ejecutada —agregó, mirando a mamá.

Yo también dirigí mi mirada a ella, que parecía indecisa.

—Cielo... —murmuró mamá, girándose al hombre—. Mi hijo ha tomado la decisión de negarse a ello, así que no tendrá mi consentimiento. Ya es mayorcito para decidir sin que yo tenga que dar el visto bueno.

Le agradecí internamente haberse negado. El doctor suspiró y asintió con la cabeza, dándose por vencido. Mamá llamó a la abuela minutos después para pedirle el cambio, ya que debía asistir a su trabajo nuevo. Sí, ya había dejado el anterior porque eran muchas horas. La abuela se negó infinidad de veces pero mamá consiguió convencerla. Y allí estaba ella, con su piel arrugada y bronceada envuelta en un atuendo carísimo que, seguramente, valdría un ojo de la cara. Sus padres llevaban el negocio antes que los míos y el dinero era algo así como el mejor amigo de su descendencia entera. Las joyas y piedras preciosas que llevaba junto con el sol que se colaba por la ventana provocaban brillos en la pared blanca. No es que hiciera muy buen día, puesto que durante la noche nevó bastante, hacía frío y calor al mismo tiempo. Tal vez por consecuencia del cambio climático. Me miró mal desde que entró, sin parar ni un instante. Realmente no sabía qué le había hecho. Nunca nos llevamos ni bien ni mal y, desde el accidente, sin ninguna razón, me odiaba. La puerta se abrió y pasó Allen, tranquila. ¿La habían dejado pasar a pesar de que ya había una visita en mi habitación? Es más, ¿qué hace aquí? Aún estamos en horario de clases. Vestía de invierno, con una enorme sudadera marrón y un abrigo negro por encima, también llevaba una bufanda, guantes y un gorro de lana. Puede que el sol no fuera suficiente como para hacer el día cálido. Sus botas negras tenían restos de nieve a pesar de que la habrían obligado a limpiarlas con la alfombrilla al entrar.

—¿Y ésta quién es? —preguntó la abuela, sin cambiar su tono de desagrado con el que me había saludado al entrar.

Al menos me había dirigido la palabra. Allen sonrió como un ángel y se presentó, actuando tan amable y educada como lo hacía con mi madre.

—Soy Allen, encantada de conocerla —extendió su mano izquierda para darle un saludo formal.

—Lena —dijo a modo de presentación, aceptando su gesto—. ¿Eres amiga de éste monstruo?

—¿De Burst? —trató de adivinar. La abuela asintió—. Sí, bueno, algo más que amiga. ¿Puedo saber por qué le llama así?

—¿No es obvio? Va sentado en ese chisme del demonio —respondió con desdén.

—Eso no le hace ser un “monstruo” —hizo comillas con los dedos—. En todo caso, eso lo es usted por llamarle de esa forma y despreciarlo de tal manera —frunció el ceño.

Es como juntar amoniaco con lejía, no saldrá bien.

—¿Me estás respondiendo, niña? —se levantó de la silla, retadora.

—¿Y qué si lo estoy haciendo, vieja? No vas a hablar mal de Burst delante mía por muy familia que seáis.

La abuela se echó a reír, dejándonos a Allen y a mí confundidos.

—Tienes agallas para hablarme así, chiquilla —le dio una palmadita cariñosa en la espalda—. Se ve que puedes cuidarle bien. Bienvenida a la familia.

Si mi mandíbula no estuviera sujeta a mi cara, ya estaría en el suelo. ¿Estaba pasando de verdad?

—Gracias, abuela Lena —sonrió con diversión.

Nadie la llamaba por su nombre y salía con vida. Parece que le cayó muy bien, porque pasaron más de una hora hablando entre ellas, como si yo no estuviera allí. La abuela se fue porque tenía zumba con sus amigas y nos quedamos nosotros solos.

—¿Cómo te han dejado pasar si solo se puede una visita? —pregunté, puesto que la curiosidad me estaba matando.

—Tengo un conocido que trabaja aquí —respondió—. Oye, ¿por qué no me habías dicho que tu abuela era tan encantadora?

—Ni siquiera sabía que podía serlo —confesé en un suspiro—. Me odia y siempre me lo recuerda.

—¿Odiarte? Si eres un amor —ocupó el lugar donde había estado sentada la abuela.

—No acepta las diferencias —agaché la cabeza—. Me he acostumbrado a que me insulte cada vez que me ve o me ignore y solo me asesine con la mirada.

—Hablaré con ella —aseguró—. No tengo miramientos, no me importa que sea una anciana —se tronó los dedos.

—Nada de peleas con mi abuela —ordené—. Ya es costumbre, así que no me molesta tanto como al principio. Algún día cambiará, pero no hay que forzarla. Ella necesita tiempo, supongo.

—Está bien —accedió—. Con una condición: si te dice algo malo en mi presencia, me dejas encargarme.

—Estoy seguro de que no vas a acceder si no acepto tus condiciones... Vale, hay trato.

Me dio la mano y sonrió.

—Allison se cayó esta mañana por las escaleras intentando hacerse la guay —contó, reprimiendo una risa—. Menuda idiota.

—¿Se hizo daño?

—No, está de maravilla. Si no lo estuviera no me estaría riendo ahora.

D̶i̶s̶capacitadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora