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Eran las dos de la madrugada cuando recibí una llamada de Allen. Dudé si responder o no, ya que mis padres se darían cuenta enseguida de que estaba despierto. Puse el móvil en silencio, sin declinar la llamada y me subí a la silla de ruedas como pude y salí al porche, evitando hacer ruido.

—Has tardado mucho en responder —escuché su voz, la reconocí aunque era diferente. Me estremecí ante su tono grave—. ¿Te he despertado?

—No, estaba dibujando —confesé—. ¿Ha pasado algo?

—Solo quería escucharte.

Quedé mudo ante su respuesta. No sabía qué responder a algo así.

—Me gustaría confirmar tu asistencia a una cita en el museo de Vida Marina en Lostlive, van a contarlo todo sobre los tiburones —por su diversión, deduje que era parte de una broma.

—Llevo esperando esa cita desde que supe que existía, hace unos segundos —sonreí, aunque ella no pudiera verme.

—Poético —comentó, en una risa—. ¿Eres el único despierto?

—Sí, mis padres y la abuela están durmiendo todavía. Mamá se levanta a las seis, papá a las ocho y la abuela a las once —conté, mirando las baldosas del porche.

—Mi padre ya se ha ido y Allison ni siquiera se va a levantar para ir a clase, así que estamos igual.

Guardé silencio unos segundos.

—Burst, ¿dónde estás?

—En el porche de mi casa, ¿por qué?

—¿Puedo ir? Será solo unos minutos. Quiero... Más bien, necesito verte.

—Claro, sí —parpadeé rápido, analizando sus palabras—. ¿Sabes venir desde tu casa?

—No estoy en casa —admitió en un suspiro—. Estoy en un parque, cerca de la estación de autobuses. Creo que podré llegar sin desmayarme.

—¿Desmayarte? ¿Estás bien, Allen? ¿Qué ha pasado?

Miles de ideas horribles me llegaron a la cabeza, causándome un dolor emocional más grande que el físico.

—No ha... pasado nada —murmuró. Noté el dolor, la molestia—. Llego en unos cinco minutos. Espérame, ¿vale?

No pude decir nada, ya había colgado. Esperé esos cinco minutos, que se hicieron eternos, entre preocupación y miedo. ¿Qué le había pasado a Allen para sonar así de débil? Cuando estuve al borde de perder la cordura por la espera interminable, la vi. Se agarraba el brazo izquierdo con el derecho y la sangre bajaba por su frente. Su expresión me caló los huesos, me partió el alma.

—¡Allen!

Lo que más me hubiera gustado en ese momento habría sido correr hacia ella, abrazarla, darle seguridad mediante el contacto físico.

—Tranquilo, estoy bien -forzó una sonrisa.

—¿Qué te ha pasado? ¿Estás bien? ¿Te duele mucho? —deslicé las manos por los aros, acercándome a ella.

—Estoy bien —repitió en un susurro. Parecía que iba a caerse en cualquier instante—. Deberías ver a los otros.

Se inclinó hacia mí, aún sonriendo.

—¿Te has metido en una pelea? —agarré sus mejillas entre mis manos temblorosas.

—No, te volví a prometer que no lo haría.

—¿Entonces...?

—Fue defensa propia —aseguró—. Eran cuatro, he hecho lo que he podido.

—Vamos dentro —pedí, aunque sonó más a una orden.

Dejé que fuera ella delante hasta la puerta, cuando me dijo que no podía seguir en pie. La ayudé -con mi escasa fuerza durante aquella situación- a sentarse en mi regazo. Entramos en el salón y la empujé con suavidad hacia el sofá para sentarla.

—No te preocupes, cariño, estoy perfectamente...

—Voy a por el botiquín, no te muevas.

El ruido de las ruedas pasando por la madera del pasillo, unido a nuestras voces y la puerta al cerrarse habían despertado a mamá, que salió en camisón. Llegué cuando estaba sentada junto a ella, sujetándola las manos.

—Oh, Dios mío —susurró mamá—. ¿Qué te ha pasado, preciosa?

—No es nada, Janet, solo un rasguño.

—No, bonita, eso no es un rasguño —su tono se volvió más el de una madre protectora—. ¿Quién te ha hecho esto?

—Unos gorilas de mi curso —confesó—. Pero me he encargado de todos, no he sido la que peor ha acabado.

—Ay, Allen —suspiró mamá, abrazándola por los hombros—. Estoy encantada de que estés con mi hijo y acepto con gusto cualquier relación que tengáis.

—Gracias, Janet, me hace muy feliz escucharte decir eso —su voz, vulnerable, y sus ojos, cerrándose poco a poco... Me hacía el corazón pedazos.

Le entregué el botiquín a mamá, que me ordenó dárselo. Me miró, seria, como si estuviera preparada para proteger a su nuevo polluelo.

—Allen, quítate la camiseta —mandó—. Y tú, Burst, vete a tu habitación hasta que te avise.

Era una de las primeras veces en toda mi vida que me llamaba por mi nombre. Siempre era «cielo» y, cuando hablaba de mí, utilizaba «hijo». Era la segunda vez, seguramente. Fui a la habitación sin rechistar, sin pensar en la idea de ver a Allen sin su camiseta. Cerré la puerta y me quedé frente a ella. Estaba intranquilo, nervioso, preocupado. No fue hasta quince minutos después que mamá vino a buscarme. Allen seguía sentada en la misma posición, con el brazo ahora vendado en el reposabrazos del sofá gris. El corte en su mejilla que no hubiera notado sin acercarme estaba cubierto por una gasa con agua oxigenada y esparadrapo blanco, mientras que su frente estaba cubierta por una venda que aplastaba su pelo en el lateral.

—Me siento como una momia —bromeó sin burla, de una manera que entendimos a pesar de lo que demostraba sentir: dolor.

—No tienes ninguna herida grave, los cortes no son muy profundos —mamá se esforzó por sonreír de forma reconfortante—. ¿Qué ha pasado exactamente?

—Estaba en el parque, había salido a dar un paseo —comenzó—. Estaba sentada en un banco bebiéndome un zumo de manzana cuando llegaron unos idiotas de la clase de al lado, amigos de unos con los que tuve problemas antes.

Entendí, por su mirada cómplice, que eran los que nos habían conseguido un pasaje a la oficina de Susan y la de Rose y una casi expulsión a cada uno.

—Digamos que no venían para conversar —esbozó una sonrisa ladina, mirando su brazo herido—. Tenían una navaja preciosa, me hubiera gustado quitársela.

Miedo. Miedo de que pudiera haberle pasado algo más. Miedo de que pudiera ocurrirle de nuevo. Miedo de perderla.

D̶i̶s̶capacitadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora