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Mientras Allen conducía, con su atención completa en la carretera, yo me fijaba en la pequeña cicatriz rosada que había decorado su mejilla tras el corte. Encendió la radio, sintonizando una melodía que reconocí. Era una de esas canciones que se ponía a tararear en clase.

We'll meet again, don't know where... Don't know when... But I know will meet again... Some sunny days... —pronunció, suave, siguiendo el ritmo de la letra.

—Cantas genial.

Sus mejillas se volvieron rojas al escucharme.

—¿Qué? —preguntó, como si no terminara de entender lo que le estaba diciendo.

—Cantas genial —repetí.

—No lo creo —soltó una risa ahogada—. Igualmente te lo agradezco.

We'll meet again —murmuré, cuando el cantante prosiguió tras una pausa musical.

—Don't know where —sonrió, siguiéndome.

Don't know when... But I know will meet again —cantamos al unísono.

Some sunny days —terminó, alargando el final.

Ambos nos reímos.

—Es una canción pegadiza —admití, repitiendo el estribillo en mi cabeza.

—Lo es —aumentó su sonrisa—. ¿Qué tipo de música escuchas tú?

—No escucho mucha variedad, pero me gusta especialmente el pop.

—¿El pop? ¿En plan Miley Cyrus y Taylor Swift?

—Más Lady Gaga, Ariana Grande y Lana del Rey.

—Oh, Lana del Rey, qué maravilla —dijo, alegre, sacando su móvil de su bolsillo—. Conecta el bluetooth y pon las canciones que quieras.

—Gracias —acepté su pertenencia—. ¿Cuál es la contraseña?

—Tu fecha de cumpleaños.

Tras poner el día, mes y año de mi nacimiento, pude acceder a su privacidad. Ella seguía concentrada en el coche de delante, que iba demasiado lento, y estuvo pitando con poca amabilidad para que se moviera. Podría haber revisado cualquier cosa: su galería, sus mensajes, sus llamadas recientes... Pero no quería hacerlo. ¿Por qué lo haría? Curiosidad como mucho. No desconfío una pizca de ella. Busqué una de mis canciones favoritas de Lana del Rey porque había dado a entender que sí que le gustaba. Después de varias canciones y una parada para repostar, habíamos llegado al museo. Me quedé sentado, paciente, esperando a que Allen consiguiera abrir la silla de ruedas, dándole indicaciones con calma.

—¿Por qué no usas la eléctrica? Te sería más fácil moverte.

—Porque me gusta que me lleves tú.

Entramos tras pasar el tramo de escaleras inicial con bastante dificultad y la ayuda de una chica que solamente pasaba por allí y se ofreció a socorrernos. Nos recibió una mujer mayor, animada y dispuesta a compartir sus años de estudio a base de datos curiosos. La visita era privada, no en grupo, así que solo estaríamos nosotros tres. El museo estaba prácticamente vacío, como si a nadie le interesara actualmente la cultura.

—Mi nombre es Bárbara y soy bióloga marina y experta en cetáceos y ecosistemas tropicales —se presentó, entusiasmada por ser nuestra guía—. ¿Cómo os llamáis vosotros?

—Soy Allen —extendió su mano para estrecharla a modo de saludo.

—Encantada, Allen —aceptó su gesto, amable.

—Yo soy Burst, un placer —sonreí.

—El placer es mío, Burst —me devolvió la sonrisa—. Empezaremos con una introducción al apasionante mundo de las profundidades del mar, donde las especies más bellas y armoniosas residen y conviven en perfecta armonía: los arrecifes de coral.

La seguimos por varias exposiciones en las que se mostraban corales, anémonas, peces payaso y de muchos colores. Nos enseñó una maqueta de cómo es un arrecife y nos contó curiosidades sobre las estrellas de mar, como que tienen pies ambulacrales con los que se desplazan y que pueden regenerar partes de su cuerpo. También vimos un esqueleto de ballena azul, estadísticas y la historia de su caza y la razón por la que están en peligro de extinción. Una vez acabado el recorrido y la charla sobre mamíferos marinos, llegaron los reyes del océanos: los tan amados tiburones.

—Los tiburones están en lo alto de la cadena alimenticia y, en sus aproximados treinta años de vida, pueden llegar a ingerir veintiún mil novecientos kilos de carne, ya sea de crustáceos, cefalópodos, peces, mamíferos, tiburones más pequeños o rayas.

—¿Cuántos kilos cree que pesa un brazo humano? —preguntó Allen.

—Un kilogramo trescientos o dos doscientos —respondió, buscando la información en alguna carpeta de su cerebro—. ¿Por qué?

—Seguro que Charlie superó a sus amigos —sonrió con diversión.

Bárbara nos mostró la mandíbula de un supuesto megalodón prehistórico que fue encontrada hace poco por unos submarinistas que buscaban restos de un barco hundido y un submarino con el que perdieron conexión hacía meses. Hicimos un taller que consistía en crear un diente de tiburón blanco con masa moldeable. El diente de Allen le quedó increíble, mientras que le mío parecía una oruga deforme con sobrepeso. La visita estuvo genial, pero dadas las ocho, el museo debía cerrar. Nos despedimos de Bárbara –que nos ayudó a bajar los escalones– y subimos al coche –me subió Allen– después de guardar la silla detrás.

—Pon una de My Chemical Romance —pidió, girando el volante, ya de vuelta a la autopista.

Teenagers —leí el título de una que parecía ser famosa antes de hacer clic y dejar que sonara.

Allen movió la ruleta para subir el volumen todo lo posible al reconocerla.

—Un clásico.

D̶i̶s̶capacitadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora