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—Burst —pronunció. Era una de las únicas veces que había dicho mi nombre—. Lo siento, no quise perder el control y estuve a punto de hacerlo. Siento que hayas visto eso.

He descubierto que Allen puede dar mucho miedo, que Allison la quiere a pesar de que se tratan fatal entre ellas, que no me molestaría estar sentado con Allen debajo de un árbol y que mi nombre es más bonito cuando ella lo dice. Me acomodé entre los cojines, sujetando mi sándwich de queso sin ganas.

—Me alegro de que no te haya pasado nada malo —murmuré.

—Y también quiero darte las gracias, me he contenido gracias a ti.

—Solamente nombré una norma de convivencia —le resté importancia.

—No es solo eso. No me importaría que me expulsen en una situación normal, tampoco es que venga mucho a clase. En cambio, si me hubiera ido un mes por haberle desfigurado la cara a ese idiota, te quedarías solo. No podría soportar que algún capullo te hiciera daño o se burlara de ti. Somos amigos, así que tenemos que cuidarnos, ¿no?

También tengo muchas preguntas. ¿Por qué la llaman robot? ¿Qué es eso de que es una discapacitada como yo? ¿Ya se había metido en peleas antes? ¿Por qué me trata así? ¿No le molestó que dijeran que somos pareja?

—Por Dios, esto está buenísimo —opinó fascinada, mordiendo una magdalena que había preparado mi madre para ella—. Tienes que darle la enhorabuena a la chef.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —me atreví a preguntar.

—Ya lo has hecho, compi.

—Que sea otra más.

—Adelante.

—¿Por qué te ha llamado discapacitada?

—Nos conocemos desde ayer y ya tenías que enterarte —suspiró—. Ese Martin es un bocazas.

—No me lo digas —rectifiqué—. No quiero que me digas nada hasta que no quieras hacerlo.

—Eres muy considerado —pasó su mano por mi mentón, sonriendo de forma enternecida—. Pues que sea una promesa. Cuando esté preparada para contártelo todo, lo haré —extendió su dedo meñique.

—Y yo esperaré hasta entonces —entrelacé nuestros dedos, sellando la promesa.

La hora del almuerzo acabó y nos vimos en la obligación de asistir a clase de filosofía. El profesor era un dinosaurio con una voz que conseguía dormirte en cuestión de minutos. Allen solía hacer bromas sobre su horrorosa forma de vestir y él no se daba ni cuenta. Ya era la segunda vez que tenía clase con él y podía asegurar que era la peor. Incluso las de Margarita son mejores. Luego tuvimos economía y por fin había llegado el turno de matemáticas, la asignatura que mejor se me da.

—Plantearé unas ecuaciones bastante complicadas —anunció, retadora—. Si alguien logra resolverlas, os aprobaré.

Las expresiones de asombro adornaron el rostro de cada alumno allí presente. Aprobar la evaluación era algo genial.

—¿Qué es esto? —Allen la había tomado con las raíces cuadradas, algo sencillo. Ella ni siquiera se dignaba a escuchar a la profesora—. ¿Por qué tiene un exponente? ¿Qué se supone que tengo que hacer?

—Señorita Allen —sonrió la profe—. Me alegra mucho tenerla en clase. Recuerdo que nos conocimos el día de presentaciones y ya no apareció por aquí.

—Sí, encantada de verla de nuevo, señora No Me Acuerdo De Tu Nombre —dijo sin darle mucha importancia, con la vista en su cuaderno.

—Comprendo que no entiendas los deberes, debido a que no vienes a las explicaciones, pero, ¿cómo es que no te acuerdas de cómo me llamo? Estuvo toda la hora burlándose, señorita Allen —se cruzó de brazos.

—Ah, sí —pareció recordarlo y alzó la vista con diversión—. Eres la profe McCulo.

—Es McSulo, listilla.

—¿No es eso lo que he dicho, McCulo?

Toda la clase estalló en risas y, cuando yo lo hice, se quedaron callados. La profesora McSulo se giró hacia mí, claramente molesta.

—¿Le hace mucha gracia, señorito? Salga a resolver las ecuaciones de la pizarra si tanto le divierte la clase de matemáticas —me retó.

—Claro, señorita McCulo —sonreí, retrocediendo con la silla para poder salir, como un coche que ha aparcado muy pegado a otro.

Un «uuhh» de mis compañeros hizo que se molestara más. Allen me miraba atenta y orgullosa, como si estuviera viendo al monstruo que había creado. Cabe destacar que su expresión de compasión al verme ir en la silla de ruedas la hizo arrepentirse de haberme hablado así, puesto que se disculpó diciendo que no tenía por qué hacerlo y que no sabía que era un discapacitado. Ignorando sus palabras y los ánimos de los demás, me puse frente al gran pizarrón y agarré una tiza. No había contado con que mi altura era menor que el resto de personas estando sentado y que las ecuaciones me parecían edificios de lo altas que estaban escritas. Mi problema se solucionó cuando alguien levantó mi silla como si fuera un mísero y liviano cuaderno. Resolví todo lo planteado y choqué los cinco con Allen, quien había hecho aquello por mí.

—Ahora veo para lo que sirve ir al gimnasio —sonrió, volviendo a su asiento.

—Sí, eres muy fuerte —elogié, maravillado por su fuerza.

—Está todo bien... —admitió, perpleja—. Eran más difíciles de lo que son normalmente en las universidades, por eso os dije eso. ¿Vas a clases por la tarde o alguna academia?

—No, es que tengo mucho tiempo libre —contesté sin prestarle atención, ya que estaba ocupado viendo a Allen posar como una culturista. Incluso se había dibujado un bigote con bolígrafo negro.

El timbre sonó. Me disponía a salir cuando Susan entró en el aula ya prácticamente vacía. Solo quedábamos McCulo, Allen y yo.

—Señorita Hesley —llamó, mirándola con el ceño fruncido—. A mi despacho.

—¿En serio? ¿Vienes a buscarme cuando nos tenemos que ir a casa y no en matemáticas? De verdad que lo tuyo es un problema serio —se quejó, colgándose la mochila de un hombro—. Espérame fuera, voy enseguida.

Estuve esperando en la puerta más de diez minutos y Allen no aparecía. De hecho, me crucé con Allison, que, por primera vez desde que la conocí, iba sola.

—Tenemos que hablar, Burst. Aquí y ahora.

D̶i̶s̶capacitadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora