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Cuando llegué a clase el día siguiente, mi mesa estaba llena de sobres. Habrían unas veintisiete cartas apiladas. Me encontré con el bello rostro de mi compañera favorita, sonriendo orgullosa. Cada sobre blanco tenía el nombre de uno de mis demás compañeros.

—¿Qué es esto? —pregunté, confuso.

—Como el culpable está en esta clase, he hecho que todos los alumnos te escriban una carta de disculpa —explicó, emocionada—. No fue un profesor, ¿verdad? Puedo romperle las ventanas del coche.

—No hace falta que rompas nada —intervine—. Esto... ¿Gracias?

—No hay de qué —su sonrisa aumentó—. Por fin he conseguido que todos vuelvan a tenerme miedo. Y en solo una tarde. Parece que yo también tengo mucho tiempo libre.

—¿Cómo lo has conseguido? —mostré curiosidad.

—Es un secreto —me guiñó un ojo.

Ninguno parecía lastimado, así que cumplió con lo de no meterse u ocasionar otra pelea. El problema es que de nuevo teníamos educación física a primera hora –sí, nos querían matar– y fue en ese gimnasio al que iríamos donde surgió el conflicto. Miré al responsable de aquel alboroto y, al verme, desvió la mirada. ¿Por qué de repente me temía? No recuerdo haberle hecho nada. Me fijé mejor en él, curioso por saber la razón por la que su expresión se tornó de una aburrida a una asustada al mirarme. Sí que parecía haberse metido en una pelea. El tabique de su nariz estaba hinchado y, Dios mío, tenía un ojo morado.

—Allen, dijimos que nada de peleas —no quise culparla de aquello, pero lo hice.

—No fue una pelea —aseguró—. Fue un ajuste de cuentas.

—Allen.

—¡Te digo la verdad! No fue una pelea porque no me hizo daño, ni un rasguño. De hecho, no se levantó del suelo.

—Prométeme que nunca más vas a golpear a nadie —pedí.

—A no ser que sea necesario —agregó.

—Si es por defensa propia... está bien.

—Entonces si es una promesa.

Unimos nuestros dedos meñiques para sellar otra promesa.

—Por cierto, he convencido a Susan de que pongan una rampa en las escaleras y vendrán la semana que viene a instalarla. Ahora nuestro escondite secreto tendrá un mejor acceso para los dos —contó, agarrando las empuñaduras de mi silla, puesto que el profesor ya estaba en la puerta, esperando a que saliéramos.

«Nuestro escondite secreto». «Nuestro». «Un mejor acceso para los dos». «Los dos». Podría haber dicho «para ti» y «mi escondite».

—Allen, te estoy vigilando —advirtió el profesor de chándal rojo—. Y a ti también, Martin.

—Ya te dije que yo no empecé nada, Chándal-sensei —se cruzó de brazos, resoplando.

—Vuelve a llamarme así y te mando con la directora —amenazó.

—Todo menos eso —rogó—. Es una plasta de cuidado.

No podía despegar mi vista de las heridas del corpulento y alto chico que hacía parecer a Allen una hormiga a su lado. ¿Habría sido ella? ¿Habría podido salir intacta de una pelea con ese chico? Desde luego, ella estaba igual que siempre. Mi mirada bailó hasta sus nudillos, buscando algún otro indicio. Nada. Los de la mano izquierda estaban bien y no podía ver la derecha por el guante. Ahora que recuerdo, nunca la he visto sin él. Llegamos al gimnasio y el ambiente era tenso. Allen se sentó conmigo, pero estuvo callada los veinte primeros minutos.

—¿Quieres que nos hagamos una foto? —preguntó de repente.

—¿Una foto? —repetí.

—Sí, una de los dos. Ya sabes, por si acaso uno de los dos muere por el ataque de un tiburón blanco violento o un pirómano entusiasta —sacó su móvil como si estuviera permitido.

—Lo del pirómano ha sido ingenioso —admití—. Aunque no creo que alguno de los dos muera por una de las razones mencionadas. Y sí, me parece bien que tengamos fotos juntos.

—No te he preguntado si te parece bien, he preguntado si quieres que nos hagamos una. En caso de que me digas que sí es porque te parece bien. Es evidente —me dio un toque en la frente con sus dedos índice y anular, sonriendo con burla. De nuevo la izquierda—. ¿Está mirando el profe virgen?

—No —estiré la cabeza para verle mejor—. Parece que está explicando algún juego.

—Perfecto —lo desbloqueó y entró en cámara—. Sonríe, no pienso repetirla aunque salgamos mal.

Incluso si eso es lo que había dicho, hizo unas veinte fotografías en las que salíamos borrosos, otras con poses “kawaii”, haciendo caras graciosas y, en la última, dejándome completamente sonrojado, me dio un beso en la mejilla. Mi corazón había vuelto a subirse a una veloz montaña rusa que parecía no poder detenerse.

—Eres muy fotogénico —elogió, sorprendiéndose de sus propias palabras—. Tampoco es para alucinar, eres guapo, así que es normal que salgas bien en las fotos.

—¿Te has visto? —la señalé en la pantalla—. Sales preciosa.

Puede que lo hubiera imaginado, aunque deseaba que no fuera así y, si mis ojos no me mentían, se había ruborizado.

—Tortolitos, nada de móviles —ordenó el mayor.

D̶i̶s̶capacitadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora