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Mamá me bajó del coche y admiré unos segundos la casa que había frente a nosotros. Era grande, mucho más que la nuestra y eso ya era decir. Allen me había mandado su dirección para que fuera a hacer el trabajo de literatura que había mandado Margarita con ella. Mamá me dio una palmadita en la cabeza antes de indicarme que entrase. Me recibió Allen, vestida con un pijama azul cielo con el estampado de una medusa de tonos blancos y morados. ¿Se acababa de despertar a las seis de la tarde? No, seguro que se había estado echando la siesta. Me guio hasta su habitación cerrada y dudé un poco si entrar. No había entrado nunca en la habitación de una chica que me gustase.

—Bienvenido a mi humilde cueva —sonrió.

Las paredes estaban forradas con papel gris tirando a granate, muy bonito, y con calaveras más claras dobladas, como distorsionadas. Su cama era una litera negra que tenía una especie de mesa debajo, puesto que solo había colchón arriba. Las mantas estaban desordenadas y una de las almohadas en el suelo, por lo que supuse que sí se había echado esa siesta. No tenía armario, sino una taquilla negra llena de pegatinas de colores y de animales marinos. Los pósters de ciencia ficción predominaban en cada rincón junto con discos de vinilo y el tocador de luces había sido adaptado a estantería, porque habían muchas figuras bien guardadas en sus cajas de personajes que aparecían en los pósters. En la mesa de debajo del colchón habían torres de folios con dibujos, cuadernos, una lámpara de cuarzo y una de lava, por no decir que tras ello, en la pared, estaba colgada una sábana con las fases de la luna. Me fijé en la colección de libros de fantasía, la taza de té vacía en su segunda mesita, los papeles y la ropa en el suelo, las pesas que parecían pesar más que yo y la lámpara de papel del techo con forma de ratón, pero lo que más llamó mi atención fueron una guitarra repleta de más pegatinas y un terrario de cristal en el que había un ratoncito gris de cola larga, escondido tras una rueda de madera.

—No me habías dicho que tenías una mascota —dije, sin apartar la vista del roedor, que tenía múltiples cicatrices y se asustó al verme.

—Se llama Nein —presentó—. Es tímido, por eso no te dije nada de él. Es rescatado de un laboratorio, así que es muy asustadizo.

Sus brazos rodearon mis hombros y se apoyaron en mi pecho.

—¿Tu guitarra también es tímida?

—Es introvertida —bromeó—. No me gusta presumir que sé tocar la guitarra eléctrica.

—¿Puedo escucharte tocar? —pedí.

—Tocaría por y para ti cada minuto de mi existencia.

Mis mejillas comenzaron a arder, si es que podían alcanzar más temperatura tras sentir su tacto. Se puso delante mía, de rodillas y esbozó una sonrisa amplia.

—¿Me permite besarle, caballero? —preguntó, actuando.

—Todas las veces que usted quiera, señorita —le seguí el juego.

—Ale, me voy ya, ¿te traigo algo? —Allison abrió la puerta y abrió los ojos con sorpresa la verme. ¿No le había avisado de que vendría?—. ¿Estáis haciendo cosas de mayores? ¿Sabéis qué? No me lo digáis, no quiero saberlo —salió y cerró la puerta de nuevo.

Ambos nos reímos. Allen me dio un beso corto y preparamos las cosas para hacer el trabajo. Elegimos el libro favorito de Allen, ya que no es que esté muy metido en la literatura. Mis días siempre eran entrenar, entrenar, entrenar y entrenar. No tenía tiempo de ponerme a leer.

—Entonces la protagonista se lanza sobre el alienígena sujetando con fuerza el puñal de los dioses y, ¡pum!, se desintegra. Las naves se van porque han perdido a su líder y el final acaba con la prota besándose con un alienígena que se había unido a ellos desde el principio de la invasión —relató, entusiasmada.

—No pide un resumen, pero lo tendré en cuenta —me reí, completando la información que pedía el trabajo.

En internet había demasiadas reseñas sobre el libro, pero a mí solo me importaba la opinión de Allen. La biografía de la escritora fue sencilla, parecía una chica muy interesante aunque solo pusiera frases cortas. No podría llegar a ser tan genial como Allen porque eso es imposible. Pasó una hora hasta que terminamos el proyecto y nos pusimos a jugar a la consola en el salón, puesto que en su habitación no había televisión. Allison se había ido a casa de una de nuestras compañeras para hacer el mismo trabajo y su madre no estaba en casa.

—Lo siento, cariño, pero has cavado tu propia tumba —se disculpó, presionando los botones de su mando a toda velocidad.

Estaba asustado por saber qué era lo que me deparaba y si era tan horrible como para que Allen me pidiera perdón por mi inminente derrota. Doce partidas seguidas que jugamos, doce partidas seguidas que perdí.

D̶i̶s̶capacitadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora