Prólogo

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Artem

Londres, dos años antes, agosto.

Artem creía en el destino.

Sobre todo después de haber conocido a Julia.

Se decía a sí mismo que, si aquella noche, ese tipo no hubiese bebido tanto, no habría empezado una pelea en el bar en el que trabajaba. Y si ese día no hubiese estado cubriendo el turno de un compañero, no tendría que haberlos separado él.

Si al separar a aquel par de borrachos no se hubiese encontrado tan cansado, podría haberlo hecho con mucha más facilidad, sin romper una remesa entera de botellas de vidrio. Y si no las hubiese roto, no tendría que haberlas limpiado para acabar saliendo veinte minutos después de su hora.

Siempre iba por la izquierda. Aquella noche, estaba tan agotado que fue hacia la derecha sin darse cuenta; y si no lo hubiera hecho, si no hubiese ocurrido todo eso, no la habría conocido a ella.

Se suponía que Julia no debería haber estado allí tampoco. Los dos tomaron una serie de decisiones que los condujeron a estar allí esa noche, en ese instante, justo cuando dos ladrones decidían que Artem era una presa fácil.

Lo acorralaron en un callejón, le sacaron una navaja y le pidieron que cerrara la boca y les diese lo que llevara encima.

Artem los miró. Eran dos, solo dos. Con un poco de suerte, podría con ellos. Pero esa navaja... Aquellas personas no solían utilizarla; no se arriesgaban a tanto, pero tal vez algo podría salir mal si forcejeaban.

—¿Es que estás sordo? —le gritó el que sujetaba el arma—. ¡La cartera!

Artem dudó. Lo haría. Le quitaría la navaja y se enfrentaría a ellos. Dio un paso atrás, lo miró a los ojos y...

—¿Escuchan las sirenas?

Una voz femenina irrumpió en el callejón seguida de unos pasos tranquilos.

Los tres se giraron hacia la figura que surgía de las sombras; tenía una mano en el bolsillo de sus pantalones rotos, la otra sujetaba un móvil.

—¿Qué carajo haces? ¿Es que quieres que te demos una paliza a ti también? —gritó uno de ellos, nervioso.

La joven no se inmutó.

Artem la miró y por primera vez desde que entró en ese callejón sintió miedo; no por él, sino por ella.

—¿No escuchan las sirenas? —repitió, con voz suave, y siguió caminando hacia ellos con paso firme. El ruido de sus botas resonó en el callejón—. La policía tarda más o menos unos cuatro minutos en aparecer después de dar la voz de alarma. —Se encogió de hombros y miró la pantalla de su móvil—. Calculo que tardarán un minuto y medio más.

Los dos ladrones se miraron, impacientes. La navaja tembló en la mano del que apuntaba a Artem.

—Seguro que les da tiempo a apuñalarlo en medio minuto, y aún les quedaría otro para robarle y salir corriendo; pero ya no les daría tiempo a apuñalarme a mí, y recuerdo sus caras. Cadena perpetua por robo a mano armada y asesinato en tercer grado. —Le hace un gesto al que no va armado—. Con un buen abogado a ti te reducirían la condena a veinticinco años; eso si no miento y digo que también ibas armado. En ese caso, puede que sean treinta y cinco. —La joven volvió a mirar el móvil—. Tienen un minuto.

El de la navaja vaciló. El otro dio un paso hacia ella, dubitativo y, entonces, murmuró una maldición y le hizo un gesto a su compañero.

Los dos echaron a correr.

Artem los siguió con la mirada hasta que se alejaron, y apenas tuvo tiempo de darse la vuelta antes de que la joven llegara a su lado, lo agarrara de la mano y tirara de él en sentido contrario a los ladrones, hacia la luz de las calles principales.

No hablaron, apenas respiraron. Caminaron con rapidez en la oscuridad, escuchando sus pasos apresurados resonar en el callejón.

Solo se detuvieron cuando llegaron a la luz, cuando aparecieron en una calle iluminada, bajo un montón de casas, con balcones y ventanas, y coches que circulaban por la vía principal.

La joven se detuvo y lo soltó para apoyarse contra la pared y echar la cabeza hacia atrás.

Artem la miró. Nunca antes la había visto. De lo contrario, se acordaría de ella. Vaya que si se acordaría...

Tenía el pelo tan oscuro como la noche sin estrellas, y los ojos más expresivos que había visto nunca; ojos azules, grandes, rasgados y preciosos.

Tenía la nariz un poco respingona, los pómulos marcados y las cejas largas y elegantes. Sin embargo, lo más bonito era su sonrisa.

Hacía mucho que él no sonreía; pero al verla a ella, le entraron ganas de hacerlo.

Sus labios eran gruesos, rojizos y carnosos. Y esa boca era la expresión de todo lo bueno y lo prohibido.

—No me puedo creer que acabe de hacer eso —resolló ella fatigada, o tal vez era por el miedo.

—Gracias —murmuró él, también en trance—. Muchas gracias.

—Ibas a intentar hacerles frente, ¿verdad? —inquirió ella—. Te he visto prepararte; me he dado cuenta de cómo los mirabas.

Sus ojos azules se clavaron en él. La luz de las farolas se reflejó en ellos.

—Creo que sí. No lo sé. Todavía estoy asimilando lo que ha pasado —contestó Artem atropelladamente—. ¿Tú estás bien? No sé qué rayos hay que hacer en estos casos. Será mejor que esperemos aquí a la policía para decirles que estamos bien.

—No hay policía —murmuró ella.

—¿Qué?

—Que no hay policía.

La joven río con fuerza. Fue una risa histérica, que se torció un poco al final, pero había algo de diversión infantil en ella.

—Mierda. Sigo sin creerme que acabe de hacer eso.

—¿No habías llamado a la policía? —quiso saber él, poniéndose frente a ella.

—¡No me ha dado tiempo! —exclamó, entre divertida y asustada.

—¿Y todo lo que les has dicho? —preguntó, maravillado, a punto de reír también.

—¡Ni siquiera sé qué carajo les he dicho! Me lo he inventado todo. —Se llevó una mano al pecho, conmocionada—. Madre mía, estoy loca.

—Estás rematadamente loca —matizó él, encantado, y ambos rieron.

Se sorprendió de lo fácil que fue reír. A pesar de que debería estar muerto de miedo, de que ella era una extraña y de que llevaba una semana horrible, tenía muchas ganas de reír.

Se acercó más a ella.

Artem ni siquiera se dio cuenta de cómo había acabado agarrando sus hombros. No sabía qué le impulsó a bajar un poco su cabeza hacia la de ella.

Tal vez fue el instante, aquel momento de irrealidad. Fue apenas un segundo; una respiración compartida. Luego, dio un paso atrás.

—Me llamo Julia, y hoy no debería estar aquí —se presentó ella.

—Yo soy Artem, y no debería haber venido por este camino de vuelta.

Los dos sonrieron.

Julia solía decir que lo suyo era una maravillosa casualidad.

Artem decía que era el destino.

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