Capítulo 4

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Artem


Londres, dos años antes, agosto.

Aquella noche, Artem acompañó a Julia a casa. O, tal vez, fue Julia quien lo acompañó a él. Artem no estaba muy seguro.

—¿De qué se habla con alguien después de esto? —le preguntó ella, de pronto.

Caminaban por una de las avenidas principales, bajo la luz de las farolas, acompañados por las voces y las risas que salían de los bares cercanos.

No necesitaban adentrarse en callejones oscuros. Un susto por noche era suficiente.

—¿De qué quieres hablar? —preguntó él a su vez.

Julia se encogió de hombros. No era alta, aunque sus botas eran de tacón alto, no se acercaba tanto a la altura de él. Vestía unos pantalones ajustados, rotos y desgastados y llevaba las manos en los bolsillos algo despreocupada, como si no acabara de estar frente a dos ladrones armados.

—Podrías contarme por qué has tomado el camino que no era para volver a casa —propuso.

Artem pensó que no había motivo alguno, solo el destino. Sin embargo, dijo:

—Estaba tan cansado que ni siquiera me he dado cuenta. ¿Y tú qué hacías ahí?

—Estaba en un bar —respondió, mirando a los lados. A pesar de su apariencia confiada, parecía que el miedo aún seguía en su cuerpo—. Una amiga me ha llamado para que me reuniese con ella en otro sitio. No iba a ir, iba a volver a casa, pero... No lo sé. Simplemente, he aceptado.

Cada vez caminaban más despacio. Habían llegado a la calle que Julia había indicado; a su apartamento.
Artem se preguntó si ella tampoco quería llegar a casa.

—El destino es caprichoso —le dijo, paso tras paso sobre la acera.

—¿Crees en esa tontería?

Artem sonrió. Se le marcaron los hoyuelos.

—Después de esta noche, ¿tú no?

Los ojos de la joven descendieron un poco hasta su sonrisa y la suya propia se iluminó levemente, pero sacudió la cabeza.

—No existe tal cosa. Yo tomo mis propias decisiones, sin que nada ahí arriba intervenga en eso —dijo, mirando hacia arriba, a la noche oscura—. Si estamos aquí ahora es porque he decidido no volver a casa esta noche. Yo sola. Yo lo he decidido. Me niego a pensar que haga lo que haga el resultado será igual porque así se decidió antes de que yo naciera.

—No funciona así —le explicó. Julia se había detenido por completo frente a un portal y Artem tuvo que hacer lo mismo. Habían llegado—. Creo que hay cosas que pueden cambiar, que tienes varios destinos, por así decirlo y que solo tú eres quien decide cuál de ellos te corresponde. Sin embargo, hay cosas que pasarán lo quieras o no y en esos casos, tú solo eliges la forma.

Su gesto se ensombreció un poco cuando lo dijo, pero la mirada suspicaz de Julia hizo que una sonrisa volviera a deslizarse sobre sus labios.

Sonreír nunca había resultado tan fácil.

—A eso se le llama tener fe a medias
—respondió ella, curiosa, sin dejar de mirarlo con sus ojos azules—. Es absurdo. ¿Qué cosas están ya escritas y cuáles no?

—¿Quieres un ejemplo?

—Sorpréndeme —le pidió ella y Artem supo desde entonces que sería capaz de hacer lo que fuera por ella.

—Tú y yo. Eso es el destino —respondió, de lo más tranquilo.

—¿Qué? —Una risa bonita, despejada, surgió de sus labios y una expresión escéptica surcó su rostro.

—Tú y yo —repitió, señalándose a ambos— Estamos destinados a estar juntos.

Julia parpadeó, incrédula y miró atrás cuando otra pareja pasó junto a ellos. Los dos se acercaron más al callejón que se abría entre los edificios para que no los molestaran.

Ella volvió a sacudir la cabeza. El azul de sus ojos se oscureció bajo la luz de las farolas. Apenas había tráfico, el sonido distante de los bares atestados sonaba amortiguado.

—No puedes hablar en serio —repuso, desconcertada.

—Claro que sí —respondió él, seguro de lo que decía—. Nunca he estado tan convencido de algo en toda mi vida. Esto —dijo y volvió a hacer un gesto que los señalaba a los dos— va a pasar.

—No somos marionetas del destino
—replicó, aún divertida.

—No, pero nos hemos encontrado por un motivo. Vamos a pasar el resto de nuestra vida juntos.

Sonrió y Julia se echó a reír; por su confianza, por su descaro y porque la risa era más fácil que enfrentarse a esa sensación que se propagaba desde su estómago.

—Estás loco. Yo decido, no el destino.

—Puede que tarde unas semanas o quizá unos meses, pero vamos a acabar juntos.

—Estás tan loco como yo —se maravilló ella, sin dar crédito.

Artem se metió las manos en los bolsillos. Se encogió de hombros.

—En unos meses no dirás lo mismo
—aseguró.

—¿Unos meses?

—Hoy me darás tu número de teléfono y mañana te llamaré —aseguró—. Mi compañero de piso dirá que soy un desesperado por llamarte tan pronto, pero querré verte, así que me dará igual y lo haré. Quedaremos para tomar un café y...

—No me gusta el café —lo contradijo, decidida a rebatir cualquier cosa que dijera sobre el destino.

—Pero quedaremos porque tú también querrás verme. Así que empezaremos a salir, a cenar juntos, a ver películas... y un día te besaré y a ti te encantará.

Julia parecía estar decidiéndose entre cruzarle la cara con una bofetada por insolente o echarse a reír de nuevo.

—Sé que estas cosas llevan su tiempo, pero lo nuestro será de verdad desde el primer beso, porque es el destino.

—Ni siquiera me conoces.

—Tenemos tiempo para conocernos
—respondió.

—Meses, según tú —contestó la joven, sacudiendo la cabeza.

—Así es.

Artem la contempló sin que su mirada se tambaleara ni un solo instante.

Algo brilló en los ojos de ella, algo precioso que no supo identificar hasta que dio un paso adelante y se puso de puntillas.

Su mirada era vibrante, intrépida, desafiante. Pasó una mano tras su cuello, apoyó la otra en su pecho, y no dejó de mirarlo a los ojos cuando abrió la boca y dijo contra sus labios:

—Que se joda el destino.

Después, lo besó.

Julia decía que había desafiado al destino.

Artem creía que solo le había dado la razón.

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