Capítulo 28

100 13 0
                                    

Lena


Elegimos los pueblecitos más perdidos que encontramos en los mapas y el resto de la semana la pasamos preparando la ruta y asegurándonos de que no dormiremos a la intemperie cuando lleguemos allí.

El viernes por la tarde cerramos las mochilas, nos subimos a su moto y Julia conduce al norte de Inglaterra a través de carreteras secundarias, cada vez menos transitadas y apartadas.

Solo vamos a pasar cinco noches fuera. La primera hacemos un alto en un pueblo entre dos montañas. No tiene gran cosa, apenas una tienda de ultramarinos, una cafetería donde sirven platos calientes y un albergue. Pero las vistas hacen que el resto no importe.

Llegamos tarde, pero no nos preocupa. Si hemos venido aquí es únicamente para esto.

Aparcamos la moto frente al albergue y Julia se asegura de que todo marche bien después de un viaje tan largo. Comprueba un par de cosas y dejamos nuestras mochilas en la habitación antes de subir hasta el mirador que hay en la cima del pueblo.

Solo se ve verde.

Árboles altos, niebla quebradiza y bandadas de pájaros que rompen el azul apacible del cielo.

No hay colores de atardecer, solo un azul que se va oscureciendo y una luz que pierde intensidad. Es mejor así. Más auténtico.

A esta altitud hace más frío que en Londres. Nos cubrimos con nuestros abrigos,  tomamos algo de comer y nos sentamos en el suelo.

Julia lleva un abrigo de lana verde oscuro y un gorro gris que le sienta demasiado bien. Está graciosa con sus pantalones rotos y sus botas de montaña mientras balancea los pies al otro lado de la barandilla.

—Aún no me has dicho cuánto piensas que vamos a gastar en gasolina —le recuerdo.

—Eso corre a mi cuenta —responde, sin inmutarse.

—Ni hablar. Yo pago la mitad. En cuanto volvamos me dices cuánto te ha costado eso y cuánto el alquiler de mi casco y te lo pago.

—El casco no es alquilado —contesta, sin alterarse—. Es para ti.

Parpadeo y aguardo.

Esta tarde Julia se ha presentado en casa con un casco distinto al suyo. A mí ni siquiera se me había ocurrido pensar que no podríamos hacer un viaje tan largo sin que una de las dos llevara casco, así que me ha alegrado que al menos una de las dos tuviera cabeza.

Sino, tendría que haber vuelto al gimnasio para pedirle el suyo a Antón y quizá no podría habérmelo dejado durante tanto tiempo.

—Me has hecho creer que era alquilado —le reprocho.

—Porque sino, habrías hecho demasiadas preguntas y no habríamos llegado nunca. —Hace un gesto y señala las vistas—. Y nos habríamos perdido todo esto. El casco es un regalo, disfrútalo.

—No tenías que comprarme un casco.

—Yo creo que sí.

Me quedo sin saber qué decir.

—¿Qué voy a hacer yo con un casco?

—Usarlo —contesta, sencilla y me parece tan simple que me río.

Hoy, todo me parece bien.

—Acepto el regalo, pero me tienes que dejar pagar la gasolina.

—Tal vez —responde y echa la cabeza hacia atrás.

Una bandada de pájaros negros pasa volando sobre nosotras y se pierde tras la enorme montaña que hay a nuestras espaldas.

—Ya veré cómo me la cobro.

Nebo Londona Donde viven las historias. Descúbrelo ahora